Morsi ha esbozado una nueva política exterior para Egipto en un verano trepidante. Sin romper con EE UU, quiere dejar de ser su vasallo y recuperar protagonismo regional
En 1956, al nacionalizar el Canal de Suez, Nasser devolvió a Egipto su orgullo nacional tras siglos de existencia como una provincia otomana y, luego, una colonia británica. En los años siguientes, El Cairo fue la capital del mundo árabe y un actor influyente en la escena mundial. Aquello, sin embargo, duró poco. En 1967 Israel derrotó estrepitosamente al Egipto de Nasser; en 1978 el sucesor de Nasser, Sadat, que lo pagaría con su vida, firmó en Camp David la paz con el Estado hebreo y convirtió a su país en un vasallo de Estados Unidos en Oriente Próximo. Egipto vive desde entonces una acomplejada existencia regional e internacional.
La vida es imprevisible: era difícil imaginar hace apenas unas semanas que Mohamed Morsi, ganador en junio de las primeras elecciones presidenciales democráticas en el valle del Nilo, pudiera ser el personaje que comenzara a intentar cambiar ese guión. A Morsi se le tenía como un tipo gris, tristón, mediocre, apenas la “rueda de recambio” de los Hermanos Musulmanes para las presidenciales después de que la Junta Militar que sucediera a Mubarak hubiera apartado de la competición a su candidato favorito,Jairat al Shatir. Y sin embargo, Morsi es uno de los jefes de Estado o de Gobierno del planeta que mejor ha aprovechado este verano.
En una serie de movimientos fulgurantes, el flamante rais se ha desembarazado en el interior de la Junta Militar que dirigía el mariscal Tantaui, y ha esbozado lo que parece ser una nueva política exterior egipcia. Con tres visitas consecutivas a Arabia Saudí, Irán y China ha enviado el siguiente mensaje: Egipto quiere levantar cabeza tras la avergonzada sumisión a Estados Unidos de los tiempos de Mubarak; aspira a recuperar su prestigio en el mundo árabe y musulmán, y en consecuencia su condición de actor regional independiente, y va a mirar desde ahora tanto al Levante asiático como al Poniente euroamericano. Más difícil todavía, desea hacer todo eso sin romper con Washington, poner en cuestión la paz con Israel y enajenarse a Arabia Saudí. Ambicioso programa, sin duda, para una “rueda de recambio”.
Es verdad que, como recuerda el diario cairota Al Ahram, Morsi había prometido un “renacimiento” de Egipto durante su campaña, pero nadie le había hecho demasiado caso. Ni él parecía tener la talla suficiente, ni un Egipto aún más empobrecido por la caída del turismo y las inversiones subsiguiente al derrocamiento de Mubarak estaba en condiciones de gallear. Pues bien, Morsi ya ha puesto manos a la obra.
Su visita de cuatro horas a Irán del 30 de agosto ha sido una filigrana de matrícula de honor. En un momento en que Israel y Estados Unidos recordaban con vehemencia que el programa nuclear de los ayatolás sigue en su punto de mira, Morsi se plantó en la cumbre de los países no alineados en Teherán. Jamás un dirigente egipcio había osado desafiar a Washington viajando a la estigmatizada república islámica fundada por Jomeini. Pero, tras proclamar de este modo su libertad respecto a Occidente, Morsi le soltó un bofetón en su propia casa al régimen teocrático iraní. Los medios de Teherán tuvieron que censurar el alegato contra el “opresivo” Bachar el Asad y a favor de los rebeldes sirios que el nuevo rais explicitó en las barbas del mismísimo Ahmadineyad. Irán, recuérdese, es el gran aliado en la zona de la tiranía siria.
Ese fue el segundo viaje presidencial de Morsi. Altamente significativo fue que el primero tuviera como destino Arabia Saudí. Se trataba de tranquilizar a la siempre aprensiva Casa de Saud y, cómo no, de sacarle petrodólares. Aunque haya ciertas semejanzas entre la ideología de los Hermanos Musulmanes y la versión wahabí del islam de Arabia Saudí –en trazo grueso, los dos son integristas suníes-, el reino petrolero prefería de lejos ver sentado en el sillón presidencial de El Cairo a su viejo compadre Mubarak.
Al parecer, Morsi consiguió sus objetivos en Riad. Dejó claro que no pretende exportar a las autocráticas monarquías del Golfo ni la revolución democrática de la plaza de Tahrir ni el modelo político islamista de los Hermanos Musulmanes ganador de las elecciones egipcias. Ni, por supuesto, ponerse al lado del Irán shií contra los jeques suníes del petróleo. Necesita su dinero.
No es descabellado decir que los primeros movimientos internacionales de Morsi parecen querer situar a Egipto en una senda semejante a la que sigue la Turquía neotomana de Erdogan. Dos países secularmente decisivos en Oriente Próximo volverían a tener protagonismo regional e internacional con sistemas más o menos democráticos y bajo gobiernos de islamistas conservadores en lo religioso, partidarios de los negocios en lo económico y pragmáticos en lo geopolítico. Pero, ciertamente, Turquía le lleva mucha ventaja a Egipto en ese recorrido.
El tercer viaje veraniego de Morsi fue a China. Un heredero de Mubarak hubiera ido antes a rendir pleitesía a Estados Unidos, pero Morsi quiso indicar así que su Egipto es muy consciente de que el sol de la hegemonía mundial viaja por el Pacífico en dirección a Asia, tras haber recorrido Europa y América en los últimos siglos. Y con él, claro, el dinero. Morsi volvió de Pekín con algunos millones con que regar el sediento desierto nilótico.
Pero, atención, antes de emprender este tour, Morsi había recibido en El Cairo a Leon Panetta. Y el secretario de Defensa norteamericano y exdirector de la CIA había vuelto a Washington lo suficientemente apaciguado sobre las intenciones del nuevo poder egipcio como para que, esta misma semana, se haya reanudado la ayuda económica estadounidense. Aprovechando un atentado yihadista en El Sinaí, Morsi también había enviado tropas a esa zona para dejar claro que quiere controlarla y no va a permitir que se convierta en una base para acciones contra Israel.
Ahora, este mes de septiembre, Morsi viajará a Estados Unidos, el país en el que estudió ingeniería en sus años mozos. Cree haber dejado claro que no es una “marioneta” a lo Mubarak y que desea diversificar las alianzas de Egipto sin romper con Occidente y los países del Golfo ni abolir el tratado de paz con Israel. Aspira a ocupar un papel activo en el centro del tablero regional, como el turco Erdogan. Y es significativo que haya propuesto una solución a la tragedia siria que pase por un reemplazo de la tiranía de los Asad por algo en cuyo parto participen Turquía, Arabia Saudí, Irán y Egipto. Un brindis al sol, por supuesto, pero que revela cuáles son los jugadores que quiere ver en el futuro de la zona.
Tras entrevistarse en El Cairo con Morsi, Panetta declaró, en tono elogioso, que le había dado la impresión de tener su propia personalidad y su propia agenda. A finales de agosto, en una entrevista con Reuters, el nuevo rais declaró: “No estamos contra nadie, pero vamos a defender nuestros intereses”. La Esfinge se despereza.
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