Beneficios y suspicacias comerciales entre las dos orillas del Atlántico.
AFP/Getty Images
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En noviembre de 2012 la Unión Europea y Estados Unidos (junto a otros 10 países americanos) dieron oficialmente por concluida la guerra del plátano. Ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) firmaron un acuerdo de paz que ponía fin a 20 años de conflicto comercial. Las hostilidades estallaron en 1993, cuando entró en vigor el Mercado Único europeo y la Unión empezó a aplicar un régimen especial de aranceles que casi eximía a los plátanos procedentes de 79 países incluidos en el grupo África-Caribe-Pacífico (ACP). El caso es que la mayor parte de esos Estados de trato preferente eran ex colonias de los países europeos. Estados Unidos y diez países productores latinoamericanos denunciaron a la UE ante la OMC por discriminación. La Administración de Bill Clinton respondió además imponiendo aranceles elevados a productos de lujo como el cachemir escocés o el coñac francés.
Dos décadas después, la UE se ha comprometido a eliminar de forma gradual los aranceles a las importaciones de plátanos llegados de países americanos que no son de la ACP. Uno de los más perjudicados por esa decisión ha sido España, ya que Canarias es uno de los pocos productores europeos de esa fruta. Las grandes multinacionales estadounidenses Chiquita y Dole serán las grandes beneficiadas, puesto que producen más barato que los europeos o los latinoamericanos.
Este conflicto es un claro ejemplo de la cantidad de intereses involucrados en el comercio de cualquier producto y de las cuestiones políticas que entran en juego. Todo esto convierte la consecución de cualquier tratado de libre comercio en un ejercicio de diplomacia extrema, contemporización y presión por parte de grupos empresariales sin parangón.
El fin oficial de la guerra del plátano se ha producido casi al mismo tiempo en que se ha anunciado el inicio de las negociaciones para el que puede ser uno de los mayores TLC de todos los tiempos, uno que podría cambiar radicalmente el comercio internacional. Conocido como el tratado de Área de Libre Comercio Trasatlántico (TAFTA, en sus siglas en inglés), pretende reducir los aranceles y homogeneizar los estándares y requisitos para comercializar bienes y servicios entre Europa y Estados Unidos.
En su discurso del estado de la unión de febrero de este año, Barack Obama anunció que quería arrancar las negociaciones. El mismo día el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, y el de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, dieron su beneplácito. Las primeras rondas de reuniones está prevista para el próximo mes de junio. Los más optimistas apuntan a que el acuerdo debería de estar listo antes de octubre de 2014.
El acuerdo en cifras
Casi la mitad de los bienes y servicios de todo el mundo se generan en Estados Unidos o en Europa (35 billones de dólares, frente a los 70 billones de dólares de PIB mundial). Un tercio del comercio mundial se produce entre ambas zonas económicas (450.000 millones de dólares anuales). Son primeros socios comerciales mutuamente. La inversión directa bilateral ronda los 1,5 billones de dólares.
Esta es la base sobre la que se levantaría el TAFTA. En 2027 podría generar un PIB añadido de 110.00 millones de dólares para la UE sobre un total de casi 20 billones dólares, y de 85.000 millones para EE UU sobre un total de 15 billones de dólares, según datos de la Comisión Europea. O el equivalente a un 0,5% extra de PIB en la zona del Viejo Continente, según Durao Barroso.
Esta es la base sobre la que se levantaría el TAFTA. En 2027 podría generar un PIB añadido de 110.00 millones de dólares para la UE sobre un total de casi 20 billones dólares, y de 85.000 millones para EE UU sobre un total de 15 billones de dólares, según datos de la Comisión Europea. O el equivalente a un 0,5% extra de PIB en la zona del Viejo Continente, según Durao Barroso.
Más que los aranceles, un tratado desregulador
¿Cómo se lograrían estas cifras? Primero, eliminando todos o la mayoría de los aranceles en ambas fronteras, tanto de bienes industriales como de productos agrícolas. Estos son ya relativamente bajos, del orden de un 4%. Los gravámenes que Estados Unidos impone a los productos europeos suponen un 5,2% del valor total al Viejo Continente. A la inversa, EE UU pierde un 3,5% en aranceles de la UE.
Pero quizá más importante, y desde luego más deseada por las grandes corporaciones, es la adaptación de “requisitos técnicos, medioambientales, sanitarios y de seguridad del otro país, lo que equivale a un arancel de entre el 10% y el 20%”, según la Comisión Europea. Es decir: se trata de homogeneizar los requerimientos para productos alimentarios, químicos, automovilísticos, farmacéuticos o sanitarios. Igualar las exigencias de seguridad de un coche, o los controles de un medicamento, o el etiquetado de los alimentos.
¿Carne con hormonas ‘Made In América’?
En Estados Unidos los productos naturales se venden a un precio mucho más elevado que los que sufren un procesado artificial. En cualquier supermercado puede adquirirse un filete de ternera sin antibióticos por 17 dólares la libra (aproximadamente medio kilo), o con antibióticos, por 14 dólares. El uso generalizado de hormonas se aprecia a simple vista en el tamaño de los filetes de pollo en cualquier cena: sencillamente, las aves hormonadas no parecen de este mundo. Nada nuevo para los estándares de EE UU, pero sí preocupante en el Viejo Continente.
En 2012 se puso fin a la guerra comercial de la carne: Europa prohibió en 1988 las importaciones de carne bovina procedente de animales que habían recibido hormonas de crecimiento. En represalia, Estados Unidos y Canadá impusieron en 1999 sanciones aduaneras contra numerosos productos europeos, desde el chocolate, a la mostaza o las trufas. Veinte años después, la UE ha aceptado aumentar sus importaciones de carne bovina de alta calidad, a cambio de mantener su prohibición de carne hormonada. Pero, ¿qué pasará cuando se negocie el TAFTA? Algunos temen que se termine levantando esta prohibición como contrapartida.
La carne no es el único punto de roce. Las subvenciones del gobierno de Estados Unidos a la aeronáutica y armamentística Boeing, por ejemplo, o los subsidios agrícolas europeos, son otros dos de los escollos tradicionales que volverán a aparecer en las rondas de negociaciones.
¿Quién quiere qué y para cuándo?
Sorpresa: dentro de la Unión Europea hay divisiones. Todos quieren que se avance en la dirección del TAFTA, pero difieren en los plazos y el ámbito del acuerdo.
Los franceses quieren echar el freno. Han asegurado que el plan puede ser beneficioso, “formidable”, siempre que “no nos apresuremos”, en palabras de su ministra de Finanzas, Nicole Bricq. Las claves de las suspicacias galesas son bien conocidas: para empezar, quieren mantener la “excepción cultural” para favorecer sus producciones frente a las extranjeras, y no piensan negociar, dicen, la entrada de semillas genéticamente modificadas en el continente o las carnes hormonadas. No sólo por seguridad alimenticia, sino por la competencia “desleal” en precio que supondría abrir el mercado a esos tipos de productos.
Los otros dos países más grandes de la unión, Reino Unido y Alemania, parecen tener menos requisitos: no son países agrícolas, y por tanto no van a defender con tanto ahínco como Francia o España los aranceles para los productos del campo. Pero probablemente todos exijan a EE UU cambios en la política del buy american, una ley que obliga al Gobierno federal estadounidense a comprar productos del país siempre que sea posible.
¿El fin del siglo asiático?
China es el elefante en la habitación siempre que se habla de un tratado de libre comercio entre Europa y Estados Unidos. Lleva años luchando por convertirse en el primer socio comercial de ambas zonas económicas, pero el TAFTA sería un golpe duro de encajar. El gigante asiático trata de negociar a contrarreloj un acuerdo con Corea del Sur y Japón para impulsar sus exportaciones que no termina de arrancar. Demasiados conflictos políticos entre Tokio y Pekín.
Y, sin embargo, China ve cómo sí va por buen camino es el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP, en sus siglas en inglés), un tratado de libre comercio multilateral en ciernes entre Estados Unidos, Japón, Australia, Canadá, México, Vietnam, Nueva Zelanda, Malasia, Brunéi, Perú, Chile y Singapur.
De hecho, el propio Barack Obama ligó el TAFTA y el TPP en su discurso de este año: “Para impulsar las exportaciones estadounidenses, apoyar empleos en Estados Unidos, y nivelar el campo de juego en los mercados en crecimiento de Asia, tenemos la intención de completar las negociaciones sobre el TPP […] y esta noche les anuncio que vamos a poner en marcha las conversaciones sobre un amplio comercio transatlántico y de inversiones con la Unión Europea, porque el comercio libre y justo a través del Atlántico admitirá millones de empleos estadounidenses bien remunerados", dijo.
Súmense a estos los acuerdos ya alcanzados entre Japón y la UE, y entre Corea del Sur y Estados Unidos, y se comprenderá por qué en Pekín tiembla la vajilla: China se va a ver rodeada de tratados comerciales que la excluyen, y debilitarán su competencia. Liberalismo económico contra capitalismo de Estado. Una nueva guerra fría comercial.
¿Es una oleada de liberalismo? La advertencia de los sindicatos
Un acuerdo de libre comercio suele asociarse automáticamente con un aumento del comercio, y por tanto del crecimiento. Por eso los sindicatos, dada la situación actual de desempleo en las partes involucradas en el TAFTA, no se han opuesto al acuerdo por principio. Pero advierten contra lo que podría convertirse en una oleada desreguladora con consecuencias devastadoras para la protección de los trabajadores. El principal sindicato estadounidense, AFL-CIO, que agrupa a unos 12 millones de trabajadores estadounidenses, afirma que “cualquier aumento de los lazos comerciales entre Estados Unidos y la Unión Europea será beneficioso para los trabajadores de ambas partes”, pero al mismo tiempo alerta de que “las naciones europeas tienen programas sociales para los trabajadores y medioambientales que superan las estadounidenses”, así que hay que estar alerta para que no se use como “una herramienta para desregular y bajar estos estándares más altos”. Porque la forma tradicional de llevar a cabo estos acuerdos (como en el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano, NAFTA) “lo único que ha conseguido es aumentar la desigualdad de ingresos, la caída de los sueldos y los déficit comerciales inaceptablemente altos”, añaden. Además, advierten de que la UE incluye a países menos avanzados que no protegen al trabajador, como Rumanía, Bulgaria, Chipre o Eslovaquia. Las grandes corporaciones podrían aprovechar estos acuerdos para deslocalizar empleos a estos Estados.
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