Europa, como tal, no tiene voz a propósito de Siria, igual que en tantas otras cuestiones
Hace poco he estado en Estambul. El día que llegué, acababan de enterrar a la última otomana. Su Alteza Imperial Fatma Neslisah Sultan había nacido en un palacio real junto al Bósforo cuando su abuelo todavía gobernaba, en teoría, los restos de un vasto reino intercontinental. Al día siguiente de mi marcha, las tropas del presidente sirio, Bachar el Asad, mataron a varias personas en territorio turco. Sus disparos cruzaron una frontera que no había existido hasta la desaparición del imperio otomano.
A primera vista, estos dos acontecimientos parecen guardar poca relación: el primero, una mera curiosidad histórica, el segundo, uno de los problemas políticos y humanitarios más acuciantes de estos momentos. De acuerdo con las informaciones, han muerto ya más de 9.000 personas en Siria. Hay además decenas de miles de heridos y, según algunos cálculos, hasta un millón de hombres, mujeres y niños desplazados, dentro o fuera del país. La intervención dirigida por Francia y Reino Unido en Libia se decidió por la amenaza creíble de una matanza masiva de la población de Bengasi por parte de Muamar Gadafi. El Asad lo ha hecho ya en Homs.
En el momento de escribir estas líneas, El Asad ha ignorado el plazo acordado con el antiguo secretario general de la ONU Kofi Annan para la retirada de las tropas. Las posibilidades de que se produzca un alto el fuego real y duradero parecen cada vez menores. Si el volumen de la matanza de civiles fuera el único detonante de una intervención humanitaria, deberíamos haberla emprendido hace semanas. En comparación con estos horrores, ¿a quién le interesa la muerte de una vieja sultana?
Sin embargo, los dos hechos están más unidos de lo que parece. En Turquía cuenta mucho el hecho de que el territorio hoy llamado Siria fuera, hasta la Primera Guerra Mundial, una parte tan fundamental del imperio otomano como Irlanda lo era del británico. Este dato histórico es especialmente importante para el Gobierno islamista moderado de Turquía, cuyo viceprimer ministro asistió a los funerales de la última nieta del último sultán. Según su doctrina de la “profundidad estratégica”, Turquía aspira a ser una potencia regional, a caballo de Europa, Oriente Próximo y Asia Central, igual que... imagínense quién.
Su voluble e hiperdinámico ministro de Exteriores, Ahmet Davutoglu, ha rechazado la acusación de “neo-otomano”, por supuesto, pero también ha dicho: “No soy ministro de una simple nación-Estado”. Davutoglu, antiguo profesor de universidad, habla con frecuencia, de forma elocuente y detallada, sobre el legado otomano. Después de una de esas intervenciones, ante una reunión de los ministros de Exteriores de la Unión Europea, uno de ellos dijo en broma que estaba invitando a la UE a incorporarse al imperio otomano. Eso sí, un imperio en su versión moderna, reducida, republicana, igual que la última princesa llegó al final de sus días llamándose, por las buenas, señora Osmanoglu, es decir, señora Otomana (como sería una señora Windsor, antigua residente en el Castillo de Windsor, en una república británica que yo no llegaré a conocer).
En un plano más material, la dinámica economía turca tiene grandes intereses empresariales y comerciales en Siria, y el fragmentado legado étnico de la disolución del imperio otomano hace que haya kurdos inquietos a ambos lados de la frontera turco-siria. Para no hablar de la terrible presión inmediata del problema de los refugiados, que ha hecho que cada vez parezca más cercana la posibilidad de que el ejército turco imponga una tierra de nadie o un corredor humanitario dentro de las fronteras sirias. Algunos incluso insinúan que Turquía podría alegar una violación del artículo 1 del acuerdo de Adana, firmado en 1998 entre los dos países, que establece que “Siria... no permitirá ninguna actividad emanada de su territorio que ponga en peligro la seguridad y la estabilidad de Turquía” (en origen, este artículo se refería al apoyo a grupos kurdos como el PKK). En Estambul oí también hablar, aunque sin confirmarlo, de que antiguos miembros de las fuerzas especiales turcas están luchando con el Ejército Libre de Siria.
Pero además es importante una cuestión más amplia. Cuando, al hablar de la intervención humanitaria, escribo que “deberíamos haberla emprendido hace mucho tiempo”, muchos lectores supondrán de forma natural que “nosotros” se refiere sobre todo a las potencias occidentales, preferiblemente con un mandato de la ONU y bajo el correcto nombre de “comunidad internacional”. Y es verdad que, si las principales potencias militares de Occidente, empezando por Estados Unidos, y luego Reino Unido y Francia, emplean la fuerza armada —como acabaron haciendo en otros dos rincones del imperio otomano, Bosnia y Kosovo—, las consecuencias son trascendentales. Ahora bien, no parece que ninguna de ellas, y desde luego no Washington, tenga intención de hacerlo en este caso.
El presidente estadounidense, Barack Obama, y el presidente francés, Nicolas Sarkozy, tienen sendas elecciones que ganar. El primer ministro británico, David Cameron, está demasiado ocupado con el nuevo impuesto sobre alimentos preparados y tratando de estimular el comercio en el Lejano Oriente. Expresarán su indignación e intentarán intensificar las sanciones económicas y las presiones diplomáticas a través de la ONU, pero no creo que haya ninguna intervención como las de Libia y Kosovo en un futuro próximo.
En tales circunstancias, serán otros Estados los que decidan la suerte del pueblo sirio. A corto plazo, Turquía tendrá más importancia que el Reino Unido, Irán que Alemania, Arabia Saudí que Francia, Rusia que Estados Unidos. Todas esas potencias regionales tienen sus propios intereses nacionales en Siria, no solo económicos y militares sino también culturales e ideológicos. Así que existe una rivalidad entre el Irán chií postrevolucionario y la Arabia Saudí suní y reaccionaria, la Rusia postimperial y la Turquía neo-otomana, sin olvidarnos de la distante pero poderosa China, un voto indeciso y vital entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU.
Si algún pachá exhausto se hubiera dormido en 1912 y se despertara hoy, se sentiría sorprendido por muchas cosas: los Estados postcoloniales, Facebook, la democracia, los teléfonos móviles. Pero, tras unas semanas de adaptación, quizá se sentiría en territorio conocido. Ah, claro, diría, tenemos unas grandes potencias que defienden sus distintos valores e intereses, abiertamente y a escondidas, el Gran Juego de siempre. En realidad, muchas de ellas son versiones reducidas y en parte modernizadas de las viejas potencias: Turquía, hoy bajo el mando del sultán Recep Tayyip Erdogan, Rusia, bajo el yugo del zar Vladimir Putin, China, en los últimos meses del emperador Hu Jintao, Gran Bretaña, con el sonrosado primer ministro de Su Majestad (que en 1912 era un rey y hoy es una reina), y así sucesivamente.
El equilibrio de fuerzas en torno a Siria sería diferente si el nuevo modelo de soberanía compartida de la Unión Europea hubiera tendido la mano a Turquía, como lleva tiempo prometiendo —cosa increíble, en todos los sentidos de la palabra— desde hace casi 50 años, en concreto desde el acuerdo de asociación de 1963. Pero no es así. Europa, como tal, no tiene voz a propósito de Siria, igual que en tantas otras cuestiones. Y, por tanto, la suerte de los valerosos resistentes y la sufrida población civil de ese país dependerá de la tradicional rivalidad entre las potencias soberanas de la región.
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