05 de octubre de 2012
Mientras Estados Unidos disminuye su presencia en Afganistán, el gigante asiático se muda por fin al país
MARK RALSTON/AFP/Getty Images
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Hasta hace poco, la política de Pekín en Kabul podría ser descrita como de hábil inactividad: consistía en mantenerse al margen de una guerra que no quería que ninguno de los dos bandos ganase. Pero la visita a finales de septiembre del responsable de seguridad Zhou Yongkang, la primera de un alto cargo chino en casi cinco décadas, es la señal más visible de que la fecha de la retirada estadounidense fijada para 2014 está poniendo fin a este papel de espectador. En un momento en el que Estados Unidos está suavizando su objetivo de derrotar a los talibanes, China podría convertirse en el más importante mediador e inversor de Afganistán.
Desde los ataques del 11-S, los objetivos de China en Afganistán han sido casi por completo negativos: ni victoria para Occidente, ni para los extremistas; ni bases a largo plazo de Estados Unidos; ni campamentos terroristas de entrenamiento para los separatistas uigures. Y lo que es más importante: los chinos no querían verse seriamente involucrados en el país. Con la excepción de su gran proyecto de la mina de cobre de Aynak —que avanza a un velocidad penosamente lenta—, elgigante asiático se ha mantenido al margen de cualquier cosa que no fuera una presencia simbólica en los asuntos económicos, políticos o de seguridad afganos. Por temor a la reacción en el mundo islámico si se le asociara visiblemente con la campaña bélica liderada por Occidente —aunque a la vez intentando no envenenar sus relaciones con el Oeste poniéndose del lado de los insurgentes—, Pekín ha tratado a Kabul como un vecino solo de nombre. China ha negado a Afganistán -del que le separa una montañosa tira de tierra y una diminuta frontera que se mantiene tan cerrada y subdesarrollada como sea posible- la atención política y la generosidad que un país tan estratégicamente importante habría podido esperar.
Pero la inminente retirada de EE UU ha cambiado este cálculo. Tras años de preocupaciones por el temor de ver a su país rodeado de presencias hostiles, los funcionarios chinos están ahora pidiendo encarecidamente a los estadounidenses que se retiren de un modo responsable. China teme que una rápida disminución de las tropas de la OTAN pudiera conducir a una guerra civil, una escalada de los enfrentamientos entre los vecinos de Afganistán y la desestabilización de la región a un nivel más amplio —con una inquietud fundamental por Pakistán—. Por muy reticente que sea Pekín a asumir la responsabilidad de prevenir cualquiera de esos escenarios, ha llegado a aceptar que quedarse de brazos cruzados ya no es una buena estrategia.
Pero el gigante asiático carece de las herramientas habituales para contribuir a reforzar los Estados que suele utilizar Occidente. No tiene tradición de proporcionar grandes cantidades de ayuda, sus limitadas fuerzas de mantenimiento de la paz no cuentan con experiencia de combate y sus programas internacionales de formación siguen siendo flojos. Un participante de la Policía Nacional afgana describió despectivamente su experiencia en un curso chino de lucha contra el narcotráfico como "ser llevado de visita a Xinjiang y sermoneado sobre las políticas de reforma y de apertura de China". No es de extrañar que, en lugar de involucrarse más directamente, Pekín haya optado por usar su poder económico y su capacidad de presión sobre Pakistán y los talibán para expandir su influencia en Afganistán.
La relación de China con el misterioso líder de los talibán, el mulá Omar, se remonta a su gobierno sobre Afganistán en la década de los 90. Los funcionarios chinos no musulmanes que se reunieron con Omar, le prometieron reconocimiento político y apoyos en forma de proyectos de telecomunicaciones y otras inversiones. A cambio, el bando afgano prometió que su territorio no sería usado por "fuerzas separatistas" contra Pekín. Los ataques del 11-S redujeron la relación pero lo esencial del trato sigue en pie. El Gobierno chino ha mantenido sus contactos con la sura de Quetta, la cúpula dirigente de los talibán afganos; los funcionarios chinos y paquistaníes con los que he hablado en el último año afirman que los contactos están aumentando. Aunque Pekín teme las consecuencias de radicalización que pueda tener una plena reanudación del control talibán, se encuentra mucho más cómodo que cualquier país occidental en el trato con el grupo como fuerza política.
Cualquier influencia sobre los talibán en última instancia pasa por Pakistán, su más estrecho aliado en la región. A diferencia de la desconfianza mutua que caracteriza el vínculo entre Islamabad y Washington, la relación de Pakistán con China goza de amplios apoyos en todo el espectro político paquistaní. Pekín espera de Islamabad que se adapte y proteja sus intereses en Kabul y sus preferencias sobre el futuro político del país. En palabras de un ex funcionario chino que sigue estando muy implicado en las conversaciones: "Queremos ver un equilibrio de poder en Afganistán, y les hemos estado diciendo a los paquistaníes que no deberían ser un obstáculo para esto… Nosotros tenemos nuestros modos de influenciarlos si es necesario".
La postura de Pekín es en parte el resultado de su cada vez mejor relación con Kabul, lo que incluye a sus servicios de inteligencia. En los últimos años, los funcionarios afganos han logrado sembrar dudas entre sus homólogos chinos sobre lo fundamental que es que China confíe en sus amigos de la agencia espía de Pakistán (Inter-Services Intelligence) cuando se trata de ocuparse de los grupos de militantes uigures. Tras décadas en las que la información de inteligencia china en la región ha sido filtrada a través de Islamabad, el gigante asiático está comenzando a ver las ventajas de la diversificación.
Los cambiantes lazos trilaterales entre China, Afganistán y Pakistán durante el último año son uno de los más claros signos de la voluntad del Ejecutivo chino de desempeñar un mayor papel político a medida que se aproxima el 2014. La recompensa más inmediata para el Gobierno afgano ha sido su sistemático ascenso en la diplomacia regional china. La Organización de Cooperación de Shanghái, el bloque centroasiático en materia de seguridad y economía que China fundó en 2001, admitió a Afganistán como observador en su cumbre de junio en Pekín. El presidente afgano, Hamid Karzai, firmó un nuevo acuerdo de alianza estratégica con el gigante asiático en el mismo viaje. En febrero, Pekín finalmente dio luz verde a un proceso de reuniones trilaterales con Islamabad y Kabul, que reforzará su papel de mediador entre las dos partes.
La visita "sorpresa" a la capital afgana de septiembre fue incluso más llamativa. Los miembros del Comité Permanente del Politburó, el organismo que toma las decisiones al más alto nivel en China, a menudo visitan Estados aparentemente insignificantes -durante los tres últimos años, el miembro número 2 del Comité, Wu Bangguo, visitó Fiyi, Namibia y las Bahamas–. El viaje de Zhou no solo fue el primero de un miembro de este organismo a Afganistán en 46 años, sino que además representaba al aparato de inteligencia y seguridad del gigante asiático, no a una de las caras más suaves de la diplomacia económica china. Zhou trató sobre temas de terrorismo y seguridad fronteriza, y anunció un trato para que el Ministerio de Seguridad Pública de su país "entrene, financie y equipe a la policía afgana", demostrando su intención de tener un papel en las artes oscuras de Afganistán tanto como en las comerciales.
La relación inusualmente sana que mantiene Pekín con todas las partes del conflicto sustenta su mayor contribución: inversiones a largo plazo que disfrutarán de mayores probabilidades de que las dejen en paz. La empresa que trabaja en el acuerdo de la mina de cobre de Aynak de 3.000 millones de dólares (2.300 millones de euros aproximadamente), Metallurgical Corporation of China (MCC), se ha mostrado comprensiblemente quisquillosa por algún ocasional ataque con cohetes, a pesar de que sus instalaciones no han sufrido nunca una agresión importante. Los testimonios de los funcionarios chinos indican que la reticencia de MCC a seguir adelante con el contrato —como la negativa de otras compañías chinas a enterrar dinero en Afganistán— se ha debido tanto a no querer ser identificada con el esfuerzo bélico de Estados Unidos como a las preocupaciones directas por la seguridad. Pero ese contexto político está cambiando.
El comercio entre China y Afganistán sigue rondando la modesta cantidad de 234 millones de dólares, aunque haya aumentado desde los escasos 25 millones de 2000. Pekín anteriormente veía las actividades económicas, en especial las realizadas a gran escala, como un elemento de afianzamiento de la presencia estadounidense a largo plazo en el país, y por lo tanto algo que había que hacer de forma muy paulatina, o sencillamente no hacerlo. Ahora, a medida que se aproxima 2014, las espitas se están comenzando a abrir otra vez. Tras cuatro años en los que no se firmaron contratos de relevancia, los últimos doce meses han sido testigos de una importante oferta para la prospección de petróleo aceptada en unos términos lo bastante generosos para el Gobierno afgano como para suponer que este acuerdo será el primero de muchos.
Estados Unidos ha estado durante años pidiendo a China que pusiera más de su parte para incorporar a Afganistán al orden político y económico de la región. Ahora que las tropas estadounidenses se están dirigiendo a la salida, Pekín por fin ha accedido. Pero a diferencia del lejano EE UU, una vez que el gigante asiático destine recursos políticos y económicos importantes al país, nadie espera que se marche.
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