Motivos para preocuparse hay, empezando por China. Tras décadas de crecer a casi dos dígitos, China parece experimentar una marcada desaceleración que (en opinión de algunos) es peor en realidad que lo que indican las estadísticas oficiales.
Al frenarse el crecimiento de China, lo mismo ocurre con su demanda de petróleo y commodities, con serias repercusiones para otras economías emergentes que dependen de la exportación de materias primas. Además, todavía no se ven en la práctica los beneficios del abaratamiento de los commodities para los importadores netos (con la posible excepción de India), y aquellos que sí se han materializado han sido muy insuficientes para compensar otras fuerzas perjudiciales para el crecimiento.
En tanto, las economías avanzadas parecen estar recuperándose de la crisis de 2008, de modo que el diferencial de crecimiento entre las economías emergentes y aquellas (según datos agregados del FMI y con inclusión de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán en el grupo de las emergentes) se ha reducido considerablemente. De hecho, tras promediar tres puntos porcentuales durante dos décadas y subir a 4,8 puntos porcentuales en 2010, el diferencial cayó a 2,5 puntos porcentuales el año pasado y se prevé que este año apenas llegue a 1,5.
La pregunta es ¿seguirá tan bajo? Quienes piensan que sí suelen basarse en tres argumentos; los tres no pueden tomarse sin ciertas salvedades.
En primer lugar, se dice que gran parte de la convergencia posible en el sector fabril ya se produjo. Este argumento es cierto, pero pasa por alto la creciente interconexión entre manufacturas y servicios, y el cambio en la naturaleza de muchos servicios. Por ejemplo, un iPad no solo implica la fabricación del objeto, sino también los servicios de programación relacionados. En cierto sentido, es más un producto del sector de servicios moderno que del sector fabril. Y todavía hay abundantes oportunidades de convergencia tecnológica sin explotar, por ejemplo en salud, educación y servicios financieros.
En segundo lugar, quienes ven con pesimismo los mercados emergentes señalan que estas economías obtuvieron grandes aumentos de productividad con la migración del excedente de mano de obra rural a áreas urbanas, y que ese excedente pronto se agotará. Esto también es cierto. Pero no tiene en cuenta el hecho de que todavía hay una gran reserva de mano de obra urbana en el sector informal, que al trasladarse al sector formal puede dar un nuevo impulso a la productividad.
El tercer argumento de los pesimistas es que las economías emergentes no están implementando suficientemente rápido las reformas estructurales necesarias para sostener un crecimiento duradero. Una vez más, el argumento tiene algo de verdad: en todas partes se necesitan reformas estructurales. Pero no se puede decir que las economías emergentes en su conjunto vayan con retraso, porque no hay modo universalmente aceptado de medir el ritmo de implementación de las reformas.
Sin embargo, puede haber en acción un cuarto mecanismo, relacionado con la naturaleza cambiante (y seriamente disruptiva) de las nuevas tecnologías. En el pasado, un importante motor de convergencia (aunque sea en términos de crecimiento incremental) fue la reubicación de muchas actividades (fabriles y de servicios) de economías avanzadas a países en desarrollo con salarios más bajos.
Pero ahora se pueden automatizar cada vez más actividades. Y el costo de los productos informáticos, por unidad de producción, suele ser incluso menor que lo que puede ofrecer la mano de obra más barata. Así que aunque antes los call centers (por poner un ejemplo) tuvieran la mayor parte de su personal en países de bajos salarios, ahora la computadora‑robot que habla la mayor parte del tiempo puede estar en Nueva York.
Sin embargo, esta observación no debe hacernos olvidar una noción económica fundamental: en concreto, que los flujos de comercio y la ubicación de los sitios de producción dependen de ventajas comparativas, no absolutas. Todo país tendrá siempre una ventaja comparativa en algo; solo que cambiará con el tiempo.
Por ejemplo, ahora muchos países avanzados tienen ventaja comparativa en actividades de alto valor agregado. O sea, gracias a la gran capacitación de su fuerza laboral, están mejor preparados que los países en desarrollo para actividades como la producción de bienes especializados a medida, o incluso cualquier cosa que demande el trabajo de un equipo de personas altamente capacitadas a poca distancia unas de otras.
Pero los nuevos cambios tecnológicos pueden ser presagio de grandes disrupciones en las cadenas de valor globales, que afectarán tanto a países desarrollados como emergentes. Incluso es posible que hayamos entrado a un período de cambio radical, donde el crecimiento podría reducirse en todas partes, conforme lo “viejo” retrocede y lo “nuevo” todavía no llena los espacios vacantes.
Es cierto que en términos relativos, la actual destrucción creativa parece afectar más el crecimiento de las economías en desarrollo que el de las avanzadas. Esto se debe en gran medida a que las nuevas tecnologías se están aplicando allí donde se inventaron, y los países en desarrollo todavía no lograron imitarlas lo suficiente. Pero no estoy convencido de que las oportunidades de convergencia sigan siendo limitadas; sobre todo porque siempre es más fácil imitar que inventar.
Incluso puede decirse que todavía hay margen para nuevos adelantamientos entre los corredores. Como demuestra la experiencia en el sector de las telecomunicaciones, la capacidad de adoptar tecnologías nuevas sin antes tener que desmantelar los sistemas viejos puede permitir un avance veloz.
La clave para que la convergencia no se detenga (y que incluso siga a un ritmo bastante rápido) es la buena gobernanza política. Los gobiernos de los países en desarrollo deben implementar políticas que apunten a manejar las transformaciones inminentes y al mismo tiempo mantener la solidaridad y la cohesión de sus sociedades. Es el desafío al que deben hacer frente en estos tiempos de gran disrupción.
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