viernes, 17 de febrero de 2012

¿Qué hacer con China?



 ¿Contener? ¿Acomodar? ¿Democratizar? Estas son las tres preguntas que Obama se hace mientras escucha con atención a su interlocutor, que está destinado a ser el próximo líder de ese inmenso país. Obama y Xi Jinping. Dos hombres unidos por el destino de sus naciones en el siglo XXI. Que para su reunión en el Despacho Oval hayan elegido idéntico atuendo (traje negro, camisa blanca, corbata azul) no deja de resultar revelador. En el fondo son tan distintos como iguales. Como EE UU y China, Obama y Xi Jinping representan la antítesis del otro: uno el hijo de una antropóloga y de un keniano musulmán; el otro, un príncipe de la dinastía comunista que gobierna ese país con mano de hierro capitalista. Pero, a la vez, representan a las dos naciones más poderosas del planeta, una pugnando por ascender, otra por no descender. Nada refleja mejor lo que es y será este siglo que esa instantánea: el siglo XXI ya es un siglo asiático, solo falta saber si EE UU podrá mantener su supremacía y seguir siendo la única superpotencia o si se verá obligado a compartir el podio con China.
Visto desde Washington, el ascenso de China se plantea en forma de un interesantísimo debate. Por un lado están los partidarios de la contención. Son los clásicos halcones, herederos de la escuela realista de las relaciones internacionales. Que China sea comunista o deje de serlo no importa mucho: creen que las relaciones internacionales son una lucha de poder en la que todos los Estados tienen intereses permanentes, independientemente de su ideología. Según crezca, argumentan, sus intereses entrarán en conflicto con los de sus vecinos y chocarán con ellos. Por tanto, EE UU deberá equilibrar el poder de China, tanto diplomática como militarmente, estableciendo alianzas con todos aquellos que contemplen el auge de China con preocupación (Japón, Corea del Sur, Filipinas, Vietnam e India) y reforzando su despliegue militar y capacidad de proyección de fuerza en el Pacífico. Recomendación a Obama: más y mejor diplomacia, nuevas bases navales en Asia, más y mejores armas para mantener una ventaja militar decisiva y mucho cuidado con las relaciones económicas.
A la vez, por el otro oído, le llegan a Obama las voces de los partidarios de acomodar el ascenso de China. Contener a China no es una buena idea, argumentan; será costoso, probablemente inútil y seguramente contraproducente ya que alimentará el victimismo y el irredentismo de los chinos. Los intereses de China, nos dicen, son tan legítimos como los de cualquier otro y, además, tienen cabida si se encauzan adecuadamente. El auge de China, sostienen, está beneficiando extraordinariamente a EE UU desde el punto de vista económico: los flujos de comercio, inversión y deuda entre los dos países demuestran que el ascenso de uno no se está haciendo a costa del otro. Apple, que diseña y desarrolla en EE UU, pero monta sus productos en China, sería la prueba visible de que esta sinergia no solo existe sino de que se salda a favor de Estados Unidos. Por eso, concluyen, el papel de EE UU debe ser el lograr socializar a China y convertirla en una potencia responsable, tanto en lo económico, abriendo sus mercados, dejando fluctuar su divisa, como en lo relativo a la gobernanza global, contribuyendo a la seguridad internacional y adaptando su ayuda al desarrollo a las normas internacionales. Conclusión: cuanto más rica sea China, más tendrá que perder y más interesada estará en no antagonizar a nadie.
Nada refleja mejor lo que será este siglo que la foto de Obama y Xi Jinping
Y todavía están, en tercer lugar, los que cuestionan ambas estrategias. El foco de nuestra relación con China, nos advierten, no debe situarse en su política exterior, pues esta es una consecuencia de su política interior. Tampoco en acomodar su crecimiento porque, por la misma razón (la política interior), no tenemos ninguna garantía de que ese ascenso sea pacífico. Tanto la aspiración de condicionar su política exterior como la de orientar su desarrollo económico da por hecho que el Partido Comunista es y será el único actor político relevante durante las próximas décadas. Sin embargo, sostienen, el futuro de China no se dilucidará en los portaaviones de unos o de otros que surquen el Pacífico, ni tampoco en las fábricas que ensamblan los teléfonos de ultimísima generación, sino en la capacidad de maduración de su sociedad civil. Aunque fragmentada y forzadamente despolitizada, es la clase media china la que decidirá cuándo y cómo forzar una apertura política del régimen y, eventualmente, una democratización del país que convierta a China en un vecino próspero y fiable. A largo plazo, avisan, la democracia y los derechos humanos son la mejor inversión: por tanto, EE UU debería ser firme y no dejarse ni amedrentar ni seducir. Realistas, liberales, idealistas. ¿A quién hará caso Obama?

EE UU-Israel: la hora del divorcio


El Estado judío podría arrastrar a Washington a una guerra con Irán de graves consecuencias


La campaña electoral en Estados Unidos estará hasta su conclusión, en noviembre, amenazada por la posibilidad de un ataque de Israel contra Irán, un riesgo que pende como una espada de Damocles sobre la cabeza de Barack Obama. En los últimos días, el secretario de Defensa, Leon Panetta, ha advertido que Israel tiene planes de bombardear Irán antes del verano, y el propio Obama, sin dar por buena esa fecha, también ha admitido implícitamente que el Gobierno de Benjamin Netanyahu está considerando esa opción. Aunque cualquier acontecimiento internacional puede influir de alguna manera en el desarrollo de la política norteamericana, la excepcionalidad de este caso consiste en que se da por descontado que, lo quiera o no, EE UU se vería automáticamente arrastrado a un conflicto de gravísimas consecuencias.

Ese automatismo en las relaciones con Israel, esa dependencia infantil, se ha convertido hoy en un obstáculo formidable que le impide a EE UU desarrollar una política exterior equilibrada, y que también le dificulta a Israel la posibilidad de evolucionar hacia la normalidad de un Estado maduro y moderno. EE UU tiene en el mundo otros aliados de gran relevancia estratégica, pero ni a Corea del Sur ni a Japón ni a Australia, por poner solo algunos ejemplos, se les ocurriría ejercer sobre Washington el chantaje que en estos momentos utiliza Israel para influir en su política sobre Irán.
No se trata de infravalorar el peligro que puede representar un Gobierno autoritario y fanático como el de los ayatolás en poder de armas nucleares. Irán ha manifestado en varias ocasiones su voluntad de destruir Israel, y existen razones para creer que un deterioro del régimen islámico, acelerado por la situación en Siria y la ruptura del consenso social en el que se apoyó en el pasado, podría animar a sus líderes a desviar la atención hacia un enfrentamiento con la odiada “entidad sionista”.
Pero impedir la nuclearización de Irán tal vez no exige necesariamente una guerra. En todo caso, una guerra debería de ser la consecuencia de una decisión razonada de EE UU, en coordinación con la comunidad internacional, y después de haber agotado convincentemente todos los demás recursos; no la salida inevitable a la que Obama se vería abocado por la desesperación y la impaciencia de Netanyahu.

Netanyahu es el único primer ministro del mundo que se permite el lujo de reprender a Obama en el Despacho Oval
Actualmente, están en vigor una serie de fuertes sanciones que, según la mayoría de los expertos, están cumpliendo su objetivo: Irán está internacionalmente más aislado que nunca, su economía se debilita a pasos agigantados y el régimen ofrece síntomas inequívocos de división y fragilidad. Irán podría llegar a comprender pronto que gana mucho más de lo que pierde si negocia las características de su programa nuclear.
Pero, incluso si no fuese así, si Irán persistiese en su conducta actual, Israel está obligado a actuar como cualquier otro país, buscando un equilibrio entre su legítimo derecho a la autodefensa y sus responsabilidades como miembro de la sociedad de naciones civilizadas, no como un jovenzuelo matón que se sabe protegido por el más fuerte del patio.
Ha llegado ya el día en que Israel normalice su papel en el mundo. Israel es un país democrático y desarrollado que merece un alto reconocimiento por haber sobrevivido a muchos años de intimidación por parte de sus vecinos. Pero, en ese esfuerzo de supervivencia, ha encontrado justificaciones para actuar cruelmente contra los palestinos y, sobre todo, para abusar de su vinculación preferente con Estados Unidos.
Es principalmente Israel quien ha boicoteado los intentos de Obama de conseguir un acuerdo de paz con los palestinos, y es Israel el mayor responsable de haber conducido a ese proceso hacia un punto muerto en el que solo caben soluciones milagrosas o trágicas. Netanyahu es el único primer ministro del mundo que se puede permitir el lujo de reprender, como ha hecho, a Obama en el Despacho Oval sin que el presidente norteamericano pueda responder más que con su frustración.
Eso es así, sobre todo, gracias al peso que la comunidad judía tiene en EE UU. El fallecido historiador Tony Judt, judío, decía que, “si sionista es aquel judío que paga a otro judío para que viva Israel, EE UU está lleno de sionistas”. Hace algunas semanas, cerca de Boca Ratón, tuve la oportunidad de conversar con varios de esos judíos norteamericanos, codiciados votantes, obsesionados con la defensa de Israel pero decididos a terminar plácidamente sus vidas en las costas de Florida.
Cada año, los miembros más destacados de la clase política norteamericana se sienten obligados a rendir cuentas ante la conferencia de la AIPAC, el principal lobby judío, convencidos de que, sin la exhibición de un limpio historial pro-israelí, no existen posibilidades de futuro en este país.
Esto ha funcionado así desde hace décadas, y se pueden citar algunas buenas razones que lo han justificado hasta ahora, esencialmente la voluntad de la comunidad judía de EE UU de preservar un Estado judío, aunque en el remoto Oriente Próximo, ante el peligro de un segundo Holocausto.
Pero ese ciclo de la historia ya ha pasado. Israel tiene hoy que ser capaz de encontrar nuevos argumentos para defender sus derechos y reclamar respeto. Le ha llegado la hora de madurar y romper el vínculo esclavizante que ha creado con EE UU. Todos ganarían con ello. Israel podría hacer nuevos amigos y diversificar sus alianzas. La política exterior norteamericana ganaría credibilidad, y esa credibilidad resultaría, en última instancia, beneficiosa para defender a Israel, lo que, en sí mismo, es una causa justa.

jueves, 16 de febrero de 2012

Obama recuerda a China sus responsabilidades como potencia mundial


El presidente alude ante Xi Jinping a la obligación de respetar las reglas comerciales y los derechos humanos



El vicepresidente chino, Xi Jinping, y el presidente de EE UU, Barack Obama. / SAUL LOEB (AFP)

En su encuentro con el hombre destinado a dirigir los destinos de China en la próxima década, que probablemente será la de la confirmación de su ascenso al primer plano mundial, Barack Obama recordó al vicepresidente Xi Jinping que su país está obligado a jugar “con las mismas reglas” que el resto, tanto en lo que se refiere a la competencia económica como al cumplimiento de los derechos humanos y otras responsabilidades internacionales.
Xi llegó este martes a la Casa Blanca entre una enorme expectación por conocer al hombre con el que habrá que entenderse en el futuro en la tarea de construir un mundo más pacífico y más justo. Se valora muy positivamente este gesto suyo de presentarse en Washington antes de ser elevado a la cúspide del Gobierno en los próximos meses. Pero, al margen de la esperanza que ese relevo despierta, Obama recordó a Xi la enorme tarea que tiene por delante para convertir el poder que China acumula en una influencia positiva en beneficio del conjunto de la Humanidad.
El presidente norteamericano elogió “el asenso pacífico” de China, pero advirtió de que “ese extraordinario desarrollo de las dos últimas décadas, esa expansión del poder y la prosperidad, trae consigo un aumento de las responsabilidades” con la comunidad internacional.
“Queremos trabajar con China”, dijo Obama, “para estar seguros de que todos funcionan de acuerdo a las mismas reglas cuando actuamos en el sistema económico mundial, y eso incluye asegurarnos de que existe un comercio equilibrado, no solo entre EE UU y China, sino entre China y el resto del mundo”.
“Sobre el asunto fundamental de los derechos humanos”, añadió el presidente, “seguiremos destacando que creemos en la importancia de reconocer las aspiraciones y los derechos de todos los pueblos”.
Obama recordó al vicepresidente Xi Jque su país está obligado a jugar “con las mismas reglas” que el resto
 Xi no contestó a ninguna de estas alusiones. Se limitó a recordar la política oficial de que el Gobierno de Pekín quiere establecer con EE UU “una alianza de cooperación basada en el respeto y los intereses mutuos”.
Tampoco se esperaba mucho más. Esta no es una visita destinada a firmar acuerdos. Este viaje está concebido para establecer contacto personal y para que el próximo mandatario conozca con detalle la agenda política de Washington.
Con ese propósito, además de conversar con Obama y con el vicepresidente, Joe Biden, Xi visitó  el Pentágono, el Departamento de Estado y el Capitolio. En los próximos días viajará a California y a Iowa, donde ya estuvo hace años como joven estudiante. “Espero acercarme a un amplio abanico de la sociedad norteamericana”, manifestó el vicepresidente chino.
Ese acercamiento puede ser muy útil en el futuro para evitar malentendidos y obstáculos que, a veces, son debidos a la enorme distancia cultural entre estas dos grandes naciones. Pero, de momento, Xi ha podido observar que las relaciones inmediatas entre China y EE UU están amenazadas por una serie de discrepancias que impiden una colaboración más estrecha.
Esas discrepancias se ven potenciadas en un periodo electoral. EE UU también elige presidente este año, pero aquí se elige de una manera distinta a la de China. Aquí vota la gente después de escuchar a varios candidatos exponer todo tipo de argumentos, algunos de ellos demagógicos o falsos. Recientemente se ha creado una cierta polémica por la emisión de un vídeo de la campaña de un candidato republicano en Michigan en el que una joven asiática recordaba con gratitud que los chinos son cada día más ricos gracias a que los norteamericanos son cada día más pobres.
Ese axioma de que el crecimiento de China es a costa de EE UU es uno de los ejes de esta campaña electoral. Y esa es una de las razones por las que Obama se vio obligado hoy a recordar que China tiene que situar su moneda en la cotización que merece y que tiene que renunciar a la práctica de la piratería industrial para obtener el reconocimiento que reclama.
EE UU va a seguir presionando en esa materia, pero tiene que hacerlo con la delicadeza suficiente como para no añadir incertidumbre a una economía china que está dando los primeros síntomas de desaceleración.
El otro terreno de posible confrontación es el de la política. Además de los derechos humanos, la Administración norteamericana critica el trato que las autoridades chinas dan a sus diversas minorías. Un grupo de unas 200 personas permaneció este martes en la puerta de la Casa Blanca durante la visita de Xi para protestar por la represión contra el pueblo del Tibet.
El reciente veto de China a la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre Siria es la última prueba de los intereses discrepantes en varias regiones del mundo. Aunque la nota dominante de los contactos de hoy fue, como declaró Biden, “la obligación de trabajar juntos”, eso no va a ser fácil en un momento en que Obama acaba de anunciar como estrategia prioritaria de EE UU la de consolidar su presencia, económica, política y militar, en Asia.
Por mucho que Xi sea considerado aquí más pronorteamericano que el actual presidente, Hu Jintao, el próximo líder tendrá que actuar en el seno de un partido y un país en los que el despegue económico ha alentado también un incremento del nacionalismo y del orgullo patriótico.