lunes, 8 de octubre de 2012

EL MOMENTO AFGANO DE CHINA



05 de octubre de 2012

Mientras Estados Unidos disminuye su presencia en Afganistán, el gigante asiático se muda por fin al país

   china
   
MARK RALSTON/AFP/Getty Images

Hasta hace poco, la política de Pekín en Kabul podría ser descrita como de hábil  inactividad: consistía en mantenerse al margen de una guerra que no quería que ninguno de los dos bandos ganase. Pero la visita a finales de septiembre del responsable de seguridad Zhou Yongkang, la primera de un alto cargo chino en casi cinco décadas, es la señal más visible de que la fecha de la retirada estadounidense fijada para 2014 está poniendo fin a este papel de espectador. En un momento en el que Estados Unidos está suavizando su objetivo de derrotar a los talibanes, China podría convertirse en el más importante mediador e inversor de Afganistán.
Desde los ataques del 11-S, los objetivos de China en Afganistán han sido casi por completo negativos: ni victoria para Occidente, ni para los extremistas; ni bases a largo plazo de Estados Unidos; ni campamentos terroristas de entrenamiento para los separatistas uigures. Y lo que es más importante: los chinos no querían verse seriamente involucrados en el país. Con la excepción de su gran proyecto de la mina de cobre de Aynak  —que avanza a un velocidad penosamente lenta—, elgigante asiático se ha mantenido al margen de cualquier cosa que no fuera una presencia simbólica en los asuntos económicos, políticos o de seguridad afganos. Por temor a la reacción en el mundo islámico si se le asociara visiblemente con la campaña bélica liderada por Occidente —aunque a la vez intentando no envenenar sus relaciones con el Oeste poniéndose del lado de los insurgentes—, Pekín ha tratado a Kabul como un vecino solo de nombre. China ha negado a Afganistán -del que le separa una montañosa tira de tierra y una diminuta frontera que se mantiene tan cerrada y subdesarrollada como sea posible- la atención política y la generosidad  que un país tan estratégicamente importante habría podido esperar.
Pero la inminente retirada de EE UU ha cambiado este cálculo. Tras años de preocupaciones por el temor de ver a su país rodeado de presencias hostiles, los funcionarios chinos están ahora pidiendo encarecidamente a los estadounidenses que se retiren de un modo responsable. China teme que una rápida disminución de las tropas de la OTAN pudiera conducir a una guerra civil, una escalada de los enfrentamientos entre los vecinos de Afganistán y la desestabilización de la región a un nivel más amplio —con una inquietud fundamental por Pakistán—. Por muy reticente que sea Pekín a asumir la responsabilidad de prevenir cualquiera de esos escenarios, ha llegado a aceptar que quedarse de brazos cruzados ya no es una buena estrategia.
Pero el gigante asiático carece de las herramientas habituales para contribuir a reforzar los Estados que suele utilizar Occidente. No tiene tradición de proporcionar grandes cantidades de ayuda, sus limitadas fuerzas de mantenimiento de la paz no cuentan con experiencia de combate y sus programas internacionales de formación siguen siendo flojos. Un participante de la Policía Nacional afgana describió despectivamente su experiencia en un curso chino de lucha contra el narcotráfico como "ser llevado de visita a Xinjiang y sermoneado sobre las políticas de reforma y de apertura de China". No es de extrañar que, en lugar de involucrarse más directamente, Pekín haya optado por usar su poder económico y su capacidad de presión sobre Pakistán y los talibán para expandir su influencia en Afganistán.
La relación de China con el misterioso líder de los talibán, el mulá Omar, se remonta a su gobierno sobre Afganistán en la década de los 90. Los funcionarios chinos no musulmanes que se reunieron con Omar, le prometieron reconocimiento político y apoyos en forma de proyectos de telecomunicaciones y otras inversiones. A cambio, el bando afgano prometió que su territorio no sería usado por "fuerzas separatistas" contra Pekín. Los ataques del 11-S redujeron la relación pero lo esencial del trato sigue en pie. El Gobierno chino ha mantenido sus contactos con la sura de Quetta, la cúpula dirigente de los talibán afganos; los funcionarios chinos y paquistaníes con los que he hablado en el último año afirman que los contactos están aumentando. Aunque Pekín teme las consecuencias de radicalización que pueda tener una plena reanudación del control talibán, se encuentra mucho más cómodo que cualquier país occidental en el trato con el grupo como fuerza política.
Cualquier influencia sobre los talibán en última instancia pasa por Pakistán, su más estrecho aliado en la región. A diferencia de la desconfianza mutua que caracteriza el vínculo entre Islamabad y Washington, la relación de Pakistán con China goza de amplios apoyos en todo el espectro político paquistaní. Pekín espera de Islamabad que se adapte y proteja sus intereses en Kabul y sus preferencias sobre el futuro político del país. En palabras de un ex funcionario chino que sigue estando muy implicado en las conversaciones: "Queremos ver un equilibrio de poder en Afganistán, y les hemos estado diciendo a los paquistaníes que no deberían ser un obstáculo para esto… Nosotros tenemos nuestros modos de influenciarlos si es necesario".
La postura de Pekín es en parte el resultado de su cada vez mejor relación con Kabul, lo que incluye a sus servicios de inteligencia. En los últimos años, los funcionarios afganos han logrado sembrar dudas entre sus homólogos chinos sobre lo fundamental que es que China confíe en sus amigos de la agencia espía de Pakistán (Inter-Services Intelligence) cuando se trata de ocuparse de los grupos de militantes uigures. Tras décadas en las que la información de inteligencia china en la región ha sido filtrada a través de Islamabad, el gigante asiático está comenzando a ver las ventajas de la diversificación.
Los cambiantes lazos trilaterales entre China, Afganistán y Pakistán durante el último año son uno de los más claros signos de la voluntad del Ejecutivo chino de desempeñar un mayor papel político a medida que se aproxima el 2014. La recompensa más inmediata para el Gobierno afgano ha sido su sistemático ascenso en la diplomacia regional china. La  Organización de Cooperación de Shanghái, el bloque centroasiático en materia de seguridad y economía que China fundó en 2001, admitió a Afganistán como observador en su cumbre de junio en Pekín. El presidente afgano, Hamid Karzai, firmó un nuevo acuerdo de alianza estratégica con el gigante asiático en el mismo viaje. En febrero, Pekín finalmente dio luz verde a un proceso de reuniones trilaterales con Islamabad y Kabul, que reforzará su papel de mediador entre las dos partes.
La visita "sorpresa" a la capital afgana de septiembre fue incluso más llamativa. Los miembros del Comité Permanente del Politburó, el organismo que toma las decisiones al más alto nivel en China, a menudo visitan Estados aparentemente insignificantes -durante los tres últimos años, el miembro número 2 del Comité, Wu Bangguo, visitó Fiyi, Namibia y las Bahamas–. El viaje de Zhou no solo fue el primero de un miembro de este organismo a Afganistán en 46 años, sino que además representaba al aparato de inteligencia y seguridad del gigante asiático, no a una de las caras más suaves de la diplomacia económica china. Zhou trató sobre temas de terrorismo y seguridad fronteriza, y anunció un trato para que el Ministerio de Seguridad Pública de su país "entrene, financie y equipe a la policía afgana", demostrando su intención de tener un papel en las artes oscuras de Afganistán tanto como en las comerciales.
La relación inusualmente sana que mantiene Pekín con todas las partes del conflicto sustenta su mayor contribución: inversiones a largo plazo que disfrutarán de mayores probabilidades de que las dejen en paz. La empresa que trabaja en el acuerdo de la mina de cobre de Aynak de 3.000 millones de dólares (2.300 millones de euros aproximadamente), Metallurgical Corporation of China (MCC), se ha mostrado comprensiblemente quisquillosa por algún ocasional ataque con cohetes, a pesar de que sus instalaciones no han sufrido nunca una agresión importante. Los testimonios de los funcionarios chinos indican que la reticencia de MCC a seguir adelante con el contrato —como la negativa de otras compañías chinas a enterrar dinero en Afganistán— se ha debido tanto a no querer ser identificada con el esfuerzo bélico de Estados Unidos como a las preocupaciones directas por la seguridad. Pero ese contexto político está cambiando.
El comercio entre China y Afganistán sigue rondando la modesta cantidad de 234 millones de dólares, aunque haya aumentado desde los escasos 25 millones de 2000. Pekín anteriormente veía las actividades económicas, en especial las realizadas a gran escala, como un elemento de afianzamiento de la presencia estadounidense a largo plazo en el país, y por lo tanto algo que había que hacer de forma muy paulatina, o sencillamente no hacerlo. Ahora, a medida que se aproxima 2014, las espitas se están comenzando a abrir otra vez. Tras cuatro años en los que no se firmaron contratos de relevancia, los últimos doce meses han sido testigos de una importante oferta para la prospección de petróleo aceptada en unos términos lo bastante generosos para el Gobierno afgano como para suponer que este acuerdo será el primero de muchos.
Estados Unidos ha estado durante años pidiendo a China que pusiera más de su parte para incorporar a Afganistán al orden político y económico de la región. Ahora que las tropas estadounidenses se están dirigiendo a la salida, Pekín por fin ha accedido. Pero a diferencia del lejano EE UU, una vez que el gigante asiático destine recursos políticos y económicos importantes al país, nadie espera que se marche.

LA VERDADERA 'ARMA' DE TEHERÁN



04 de octubre de 2012

La República Islámica posee lo que más podría herir a Occidente: el petróleo.

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AFP/Getty Images


En la antesala de las elecciones en EE UU, en Irán y ahora, aparentemente, en Israel se ha caldeado un ambiente belicista –y digámoslo, peligroso- en torno al programa nuclear de los ayatolás. De forma pública, los gobiernos y la mayoría de los medios de comunicación pasan por alto la verdadera arma nuclear iraní: el petróleo.
¿Cuánto tiempo falta para que Irán tenga suficiente uranio enriquecido? ¿Sería realmente efectivo un ataque preventivo de Israel contra su industria nuclear que arrastrara a EE UU y a todo Oriente Medio a una guerra impredecible? Las respuestas a estas preguntas son, por ahora, irrelevantes. Hay consenso técnico y militar de que le faltan a Teherán varios años para tener la capacidad de fabricar un bomba atómica y de darle un uso militar, es decir, empacarla en un misil capaz de alcanzar su objetivo.
Lejos del discurso público sin embargo, la mayor parte del movimiento geoestratégico, diplomático y militar gira en torno a la coyuntura económica en la que los altos precios del petróleo pueden hundir al planeta en una recesión aún más severa de la que ya vive. Las tropas en la región se movilizan más alrededor del estrecho de Ormuz y de la industria petrolera y, en menor medida, alrededor de las instalaciones del programa nuclear iraní.
Claro, EEUU e Israel concentran sus recursos de inteligencia en el programa nuclear porque es prioritario, aunque no sea inminente. No se le permitirá a Irán convertirse en una amenaza nuclear. Lo han dicho todas las potencias. La República Islámica, en todos sus estamentos de poder, lo sabe. El hecho es que la posibilidad de un conflicto nuclear a corto plazo es remota por múltiples razones, sobre todo técnicas y políticas. La más importante de ellas, como el diplomático, Roberto Toscano,escribió, es que sería un suicidio para Irán.
Y entendiendo sus limitaciones, Teherán ha brillado en cambio en lo que mejor se le da: manipular los mercados petroleros para contrarrestar la presión diplomática y las sanciones.
La coyuntura económica
La capacidad de EE UU para amenazar a Irán por su programa nuclear está condicionada —no determinada— por el impacto del petróleo sobre los mercados. En dicha coyuntura los productores de crudo saben que el balance de la oferta y la demanda seguirá limitado a lo largo de esta década, lo cual quiere decir que los precios del oro negro serán más vulnerables a las interrupciones de su suministro. De hecho, el embargo petrolero impuesto por la Unión Europea –que se suma a décadas de sanciones estadounidenses- ha contribuido significativamente a la dislocación del mercado.
      
Washington no puede contener las aspiraciones de Pekín y Moscú con precios tal alto en el petróleo
      
La razón es que a pesar de cinco años de recesión, el consumo de petróleo sigue aumentando a un ritmo más acelerado de lo que aumenta su producción. El excedente de producción –es decir, la diferencia entre la capacidad técnica global productiva y el consumo real- se mantendrá estrecho a lo largo de esta década. El consumo en el mundo en vías de desarrollo crece más de lo que el desarrollado deja de necesitar a raíz de la crisis, y múltiples razones impiden un mayor aumento en la capacidad de producción.
Arabia Saudí está produciendo más que en las últimas tres décadas y Libia ya recuperó la mayor parte de su producción. Fuera de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), Rusia, Canadá, EE UU, y Brasil, entre otros, están bombeando también a máxima potencia.
Pero la guerra en Libia y ahora el embargo a Irán han expuesto una realidad vertiginosa: la economía mundial, por ejemplo, no sería capaz de aguantar una interrupción prolongada del suministro de crudo en caso de una guerra contra el régimen de los ayatolás.
Aún así, eloro negrono vuelve invencible a ningún país. En caso de una amenaza directa a la seguridad por parte de Irán, los precios del petróleo pasan a ser secundarios. Pero como eso no parece inminente, EE UU y Europa en realidad están equilibrando la urgencia de recuperar el crecimiento económico, con las amenazas de Tel Aviv y el desafío de Teherán.
El estrecho de Ormuz
Irán concentra su defensa disuasoria militar en el estrecho de Ormuz, por donde transita el 40% de las exportaciones de petróleo por vía marítima del mundo. EE UU ha militarizado el Golfo Pérsico con portaviones y submarinos y Teherán ha realizado varios juegos de guerra, así como probado armamento nuevo, todo con miras a cortarle el suministro al planeta.
Este es el talón de Aquiles de Occidente. No es la amenaza asimétrica de Hezbolá ni Hamás; no es la lluvia de misiles convencionales que Irán amenaza con lanzar contra bases militares que lo rodean en Afganistán, Irak y el Golfo Pérsico; y no es el terrorismo o las armas nucleares. El petróleo y, específicamente, el estrecho de Ormuz, tiene a la comunidad internacional barajando sus opciones. Una guerra en Irán amenazaría no solo el tránsito del crudo, sino la producción y desarrollo petrolero a largo plazo del país. Irak, por supuesto, es testimonio de ello.
EE UU no se preocupa por una escasez de suministro, sino por los precios. Un prerrequisito para el crecimiento económico global es que el petróleo circule libremente y que los precios reflejen el equilibrio del mercado entre la oferta y la demanda. Así lo impuso el Gobierno estadounidense tras los turbulentos 70.
En 1980, después de la invasión soviética a Afganistán, el entonces presidente de EE UU, Jimmy Carter, no dejó espacio para las dudas: “Cualquier tentativa de cualquier fuerza exterior para controlar la región del Golfo Pérsico se considerará como un ataque a los intereses vitales de Estados Unidos, y tal ataque será repelido por cualquier medio disponible, incluyendo la fuerza militar”. Se le llama la Doctrina Carter, la cual Ronald Reagan expandió para incluir amenazas de países del Golfo, pensando en Irán, aunque la primera víctima fue Irak, tras su invasión a Kuwait.
Si el barril sube, la economía baja
Históricamente, las escaladas en los precios del crudo han traído consigo recesiones, con pocas excepciones, como las que siguieron al embargo del petróleo árabe en 1973, a la crisis de rehenes con Irán en 1979, a la invasión de Irak en 1993, a los recortes de la OPEP en 1999 y, por supuesto, a la más reciente en 2008, cuando la crisis financiera fue agravada por los precios en torno a los 150 dólares (unos 100 euros) por barril.
La inflación fluctúa con los precios del petróleo y el crecimiento económico es inversamente proporcional a la inflación, a grandes rasgos. Es decir, mientras más altos los precios del crudo, menos dinero hay para gastar en todo lo demás, lo cual quiere decir que la economía se frena. La recesión históricamente obliga a una bajada en los precios del oro negro, pero el mundo ha cambiado. En esta década la norma es la deflación.
La economía global es sostenible con precios del petróleo equivalentes a un 9% del PIB, un nivel que solamente se sobrepasó justo antes de la doble recesión a principios de los 80 y otra vez justo antes de la Gran Recesión de 2008. Actualmente estamos en torno al mismo umbral.
Varias estimaciones del Gobierno estadounidense, así como de investigadores y economistas, calculan el impacto que puede suponer para EE UU las alzas al precio del petróleo: por cada 10 dólares que aumenta el barril de crudo, la inflación sube casi 0,4%. Si esos precios se mantienen a lo largo de un año, se pierden 120.000 trabajos y el PIB se encoge 0,2%. Si se mantienen dos años, 410.000 trabajados se pierden y el PIB se reduce 0,5%. En esta coyuntura, el punto de inflexión de Estados Unidos sería que el precio del galón de gasolina se mantuviera en torno a 4 dólares, lo cual requeriría llegar a unos 120 dólares por barril de WTI o 130 dólares por barril de Brent.
Y el hecho de que EE UU y algunos aliados sigan considerando recurrir a las reservas estratégicas para contrarrestar la volatilidad del mercado —a medida que el embargo a Irán se hace sentir—, es testimonio del nerviosismo de Occidente en esta coyuntura. En el caso de la República Islámica, es un asunto urgente y es un último recuso, como el presidente Barack Obama ha dicho. Pero no deja de ser peligroso.
Irán lo sabe
El embargo de petróleo que EE UU y Europa impusieron sobre Irán ha sido doloroso, pero no lo suficiente. El Gobierno iraní todavía puede exportar crudo y el alza en los precios se ha compensado, parcialmente, por las menores ventas a Occidente.
Lo que sí puede descartarse en todo caso es que Irán deje de enriquecer uranio por el embargo. Es un asunto de orgullo nacional. La estabilidad política del régimen desde la Revolución de 1979 depende más de su resistencia a Occidente que de su gestión económica. Es decir, en esta coyuntura económica y electoral, Teherán puede aguantar más las penurias del embargo de lo que los occidentales los altos precios del petróleo.
Otra recesión, aún más profunda que la que vivimos, carcomería el poderío militar de EE UU y su músculo económico precisamente cuando más se necesita, cuando el mundo se reorganiza en esferas multipolares compitiendo cada vez más por los recursos y la influencia. Washington no puede contener las aspiraciones de Pekín y Moscú con precios tal alto en el petróleo. Pero claro, todo esto sucede en la antesala de las elecciones presidenciales en noviembre en EE UU, en junio de 2013 en Irán y, aparentemente, en el primer trimestre de 2013 en Israel. No hay espacio para el sentido común.
Pero cuando la cordura se abra paso nuevamente, los políticos podrán retomar negociaciones para lo que aparenta ser la única salida: permitir a la República Islámica enriquecer uranio, a cambio de una estricta supervisión y, sobre todo, de mutuas garantías militares. Porque la verdadera bomba es el petróleo. Y esa ya la poseen y controlan los ayatolás.