Las dudas acerca de si los miembros de la coalición internacional para proteger a los civiles libios están o no en guerra forman parte, en el mejor de los casos, de la irresuelta controversia sobre el principio de injerencia humanitaria. En el peor, responden al intento de justificar la invasión de Irak empleando retrospectivamente los argumentos invocados para la intervención en Libia. Quienes apoyaron el ataque contra Sadam suelen volverse hacia quienes, habiéndolo rechazado en su día, respaldan ahora las acciones militares contra Gadafi, acusándolos de inconsecuencia. Y aunque minoritarias, también se alzan voces que aseguran oponerse a la intervención en Libia por las mismas razones por las que lo hicieron en el caso de Irak. Tanto estas voces como las que apoyaron la aventura de Georges W. Bush reclaman el monopolio de la coherencia, unas porque están contra cualquier guerra y las otras porque consideran que algunas son necesarias. Por razones distintas, ambas posiciones coinciden en colocar bajo la misma rúbrica de guerra la invasión de Irak y el establecimiento de una zona de exclusión aérea en Libia. Por descontado, también la intervención en Kosovo o la misión internacional en Afganistán. Aunque la breve historia de la injerencia humanitaria tras el final de la Guerra Fría podría iniciarse en la fallida operación Devolver la esperanza, llevada a cabo en Somalia en 1992, los hitos que suelen tomarse en consideración arrancan con la intervención de la Alianza Atlántica en Kosovo, siguen con la invasión de Irak en 2003 y concluyen, por el momento, con las operaciones internacionales en curso sobre Libia, entendidas como la puesta en práctica del "deber de proteger". La causa de esta selección habría que buscarla, seguramente, en el hecho de que son tres respuestas diferentes al problema de qué hacer ante los casos de flagrante violación de los derechos de las poblaciones civiles cometida por sus propios Gobiernos. La caída de la Unión Soviética dio paso a un momento de esperanza resumido por una expresión entonces en boga: los "dividendos de la paz". Liberado de la losa económica y política que representaba la carrera de armamentos, venía a sugerir la nueva perspectiva, el mundo podría abordar de manera consensuada y colectiva el desarrollo económico de las regiones más pobres, creando de paso las condiciones materiales para la expansión de los sistemas democráticos. Fue el espejismo de un instante: desplomado el orden internacional de la Guerra Fría, afloraron conflictos locales contenidos hasta entonces por el férreo corsé que imponía el enfrentamiento entre las superpotencias. La paz entre los grandes no produjo dividendos, según se esperó en vano, sino que abrió la puerta a una oleada diferente de conflictos, no entre Estados, sino en el interior de ellos. Un sistema internacional como el de Naciones Unidas, articulado para evitar la guerra entre Estados y, en particular, un conflicto de proporciones semejantes a las dos guerras mundiales, se vio enfrentado entonces a la necesidad de adaptarse a la nueva realidad. También en esta coyuntura se dieron insólitas coincidencias entre posiciones diametralmente opuestas: la inutilidad de Naciones Unidas fue proclamada tanto por quienes deseaban que actuara en los conflictos internos como por quienes se propusieron encontrar un marco de interpretación que, al igual que el de la Guerra Fría, permitiera entrever algún orden internacional en mitad del creciente desorden que parecía sugerir la multiplicación de las guerras localizadas. La estela de pensamiento que va desde el "choque de civilizaciones", incluidas las variantes benevolentes que sustituyeron el término choque por el de diálogo o el de alianza, hasta la "guerra contra el terror", se erigió como uno de esos marcos. Su estructura era semejante a la del que imperó durante la Guerra Fría: se trataba de identificar un nosotros aparentemente definido en términos geográficos. Occidente, enfrentado a un enemigo definido en términos ideológicos, el comunismo, primero, y el islam, después. La designación de un enemigo distinto no dejó incólume la definición implícita del nosotros: durante la Guerra Fría, el término Occidente significaba "mundo capitalista"; durante la "guerra contra el terror", su sentido cambió hasta transformarse en el de "mundo cristiano" y, por extensión, en el de "mundo democrático", al imponerse la idea de que la democracia contemporánea fue el resultado de la Reforma religiosa en Europa, llevada a cabo por el cristianismo pero pendiente en el caso del islam. Víctima de esta operación, el espacio de la política, donde el acuerdo entre posiciones distintas es posible, se ha visto progresivamente invadido por el de la teología, donde el acuerdo es interpretado como renuncia a las verdades consideradas supremas y, por tanto, como defección, como herejía. La intervención en Kosovo fue considerada legítima al mismo tiempo que ilegal, puesto que el veto de Rusia impidió que obtuviera el visto bueno del Consejo de Seguridad. El razonamiento desde el que se lanzó la operación, amparándola bajo el paraguas colectivo de la Alianza Atlántica a falta de poder hacerlo bajo el de Naciones Unidas, remitía a la idea de que las verdades consideradas supremas deben defenderse sin atender a los procedimientos. Si estos se convierten en un impedimento, es porque, o son inadecuados, o están obsoletos. Es exactamente lo que se dijo de Naciones Unidas, mezclando una parte de verdad con otra de artificio. Naciones Unidas era, en efecto, una instancia inadecuada para resolver el caso de Kosovo, puesto que no se trataba de un conflicto entre Estados, sino en el interior de uno de ellos. No resulta tan seguro, en cambio, que fuese un instrumento obsoleto, salvo que se incurriera en la temeridad de creer que el riesgo de guerra entre Estados ha desaparecido o que las diversas tareas que realizan sus agencias, regulando múltiples aspectos de la vida internacional, carecen de utilidad o de sentido. En un mundo supuestamente inédito, en una proclamada nueva era -en realidad, una más de las muchas declaradas a lo largo de la historia-, los partidarios de la intervención en Kosovo aseguraron que Naciones Unidas quedaría arrinconada salvo que adaptara sus estructuras para acoger el principio de injerencia humanitaria. Los peligros que encerraba esta apuesta, contra la que, en otras circunstancias, había advertido Erasmo al decir que las guerras en nombre de Dios invocaban la única causa que debiera impedir librarlas, se hicieron manifiestos en la invasión de Irak, tras el ultimátum de las Azores. Para sus promotores, se trataba de una intervención tan legítima como la de Kosovo por más que, como esta, fuera también ilegal, al no haber contado con la autorización del Consejo de Seguridad. El objetivo que invocaron fue promover la democracia, y el hecho de que recurriesen a la mentira de las armas de destrucción masiva para ganarse el apoyo de la opinión pública resultaba hasta venial comparado con el de que, en el fondo, se aprestaban a desatar un ataque masivo contra otro Estado, que no solo dejaría un saldo de ciudadanos engañados, sino también de muertos y heridos. A Erasmo le respondieron que las guerras en nombre de Dios pretendían defender las verdades consideradas supremas contra quienes las negaban o hacían de ellas una interpretación equivocada. A esta cláusula se atuvieron también los conjurados de las Azores: ¿acaso la democracia no era una verdad suprema de nuestro tiempo, al mismo nivel que el derecho a la vida y la integridad de los habitantes de Kosovo? Si, henchidos de determinación guerrera, estaban dispuestos a matar por esa verdad, ¿cómo no iban a estarlo para mentir? Irak se convirtió, así, en la caricatura monstruosa de Kosovo, lo mismo que, poco después, ocurriría con la intervención rusa en Georgia. La guerra en nombre de Dios, la guerra en defensa de las verdades consideradas supremas, siempre sujetas a interpretaciones que, en último extremo, solo se pueden resolver mediante juicios de intención, estaba volviendo a crear siniestra escuela. El establecimiento de una zona de exclusión aérea en Libia no ha podido sustraerse al progresivo enrarecimiento del clima ideológico y político que se ha producido desde la intervención en Kosovo y la invasión de Irak, con el trasfondo de la discusión sobre el principio de injerencia humanitaria. Siguiendo el esquema fijado entonces, la acción militar desarrollada en Libia es legítima, puesto que invoca verdades consideradas supremas, y es además legal, al haber contado con un aval del Consejo de Seguridad justificado en la norma internacional que establece el "deber de proteger". Pero reconocer la legitimidad y la legalidad de la intervención en Libia no resuelve el problema de si se debe considerar o no como guerra, tal vez porque, en medio del actual enrarecimiento del clima ideológico y político, no puede hacerlo sin dejar en evidencia las razones de los partidarios de una u otra postura. Quienes abogan por considerar que la coalición internacional de la que forma parte España está en guerra con Libia, lo hacen para añadir a continuación que no existe diferencia alguna con lo que se hizo en Irak. Al poner el acento en la evidencia de que tanto en un caso como en el otro se lanzan bombas, e insistir en que cuando se lanzan bombas es que se está en guerra, lo que están diciendo, en el fondo, es que la legitimidad y la legalidad para hacerlo son detalles sin importancia. De esta manera, deterioran la precaria institucionalización de la realidad internacional que encarna Naciones Unidas y, queriéndolo o no, abonan el terreno para el completo regreso de un mundo hobbesiano. Quienes, por su parte, hablan de intervención en lugar de guerra, lo que buscan es subrayar la importancia de la legitimidad y la legalidad de las acciones militares contra Libia, lo que las distingue por completo de las llevadas a cabo contra Irak. El precio que tienen que pagar por intentar resolver en el plano semántico un problema que pertenece al terreno de los conceptos, es que se condenan a una discusión escolástica sobre qué es guerra y qué no lo es. Con el agravante de que se ven abocados al imposible de explicar que una bomba que cayó en Irak es guerra mientras que otra que lo haga en Libia es intervención. En un clima ideológico y político menos enrarecido que el actual, nadie debería recelar de llamar guerra a lo que lo es. Pero hacerlo en estos momentos conlleva el riego de verse forzados a asumir el interesado punto de vista de quienes despreciaron las cuestiones de legitimidad y legalidad para lanzarse a la aventura de Irak. De ahí que quienes se opusieron a ella, pero apoyan ahora el ataque contra Libia, se estén dejando empujar a la trampa de utilizar el término intervención como eufemismo. Disponer de una estrategia de seguridad exige decidir con claridad en qué guerras se enrola un país y en qué guerras no. Se llamen como se llamen las acciones militares emprendidas, España nunca debería haberse sumado a la invasión de Irak, además bajo la vergonzante excusa de que, como lo hacía con un buque hospital que llegó deliberadamente tarde al escenario bélico, se trataba de una participación humanitaria. ¿Hubiera sido musical si España hubiera enviado a los cornetas o gastronómica si se hubiera encargado de cocinar el rancho para las tropas?
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