miércoles, 14 de octubre de 2015

¿Qué rumbo debe seguir la política exterior de los Estados Unidos?


Pero esas acusaciones son retórica política partidista poco basada en un análisis riguroso de políticas. Más exacto es ver el talante actual como una oscilación del péndulo de la política exterior de los EE.UU. entre lo que Stephen Sestanovich, de la Universidad de Columbia, ha llamado políticas “maximalistas” y políticas de “repliegue”.
El repliegue no es aislacionismo; es un ajuste de los fines y medios estratégicos. Entre los presidentes que aplicaron políticas de repliegue desde el fin de la segunda guerra mundial figuraron Dwight Eisenhower, Richard Nixon, Jimmy Carter y ahora Obama. Ningún historiador objetivo los consideraría aislacionistas.
Eisenhower se presentó a la elección presidencial en 1952 porque se oponía al aislacionismo de Robert Taft, el principal candidato republicano. Si bien Nixon estaba convencido de que los EE.UU. estaban en decadencia, los otros no. Todos ellos eran profundamente internacionalistas en comparación con los verdaderos aislacionistas del decenio de 1930, quienes se oponían enconadamente a que se acudiera en ayuda de Gran Bretaña en la segunda guerra mundial.
Los historiadores pueden sostener de forma creíble que los períodos de un compromiso excesivamente maximalista han perjudicado más al lugar ocupado por los Estados Unidos en el mundo que los de repliegue. La reacción política interna al idealismo mundial de Woodrow Wilson produjo el intenso aislacionismo que retrasó la reacción de los EE.UU. contra Hitler. La escalada de la guerra en el Vietnam durante las presidencias de John F. Kennedy y Lyndon Johnson produjo el giro centrado en los asuntos internos del decenio de 1970 y la desacertada invasión del Iraq por parte de George W. Bush creó el actual talante propicio al repliegue.
Si dicho talante llega a ser una cuestión de debate en la campaña presidencial de 2016, como indica la retórica temprana de la campaña, los americanos deberían abandonar el falso debate sobre el aislacionismo y, en su lugar, abordar tres preguntas fundamentales sobre el futuro de la política exterior del país: ¿qué proporciones debe tener? ¿Hasta qué punto debe ser intervencionista y hasta qué punto multilateral?
La primera pregunta se refiere a cuánto deberían gastar los EE.UU. en defensa y política exterior. Aunque algunos sostienen que este país no tiene otra opción que la de limitar sus desembolsos en esos sectores, no es así. Como porcentaje del PIB, los EE.UU. están gastando menos que en el punto máximo de la Guerra Fría, cuando estaba consolidándose el siglo de la hegemonía americana.
El problema no estriba en cañones frente a mantequilla, sino cañones frente a  mantequilla y frente a impuestos. Sin una buena disposición a aumentar los ingresos, el gasto en defensa está bloqueado en una disyuntiva de suma cero con inversiones importantes, como, por ejemplo, en educación, infraestructuras e investigación e innovación, todas las cuales son decisivas para la fuerza interior de los EE.UU. y su posición mundial.
La segunda pregunta se refiere a cómo y de qué formas deberían los EE.UU. intervenir en los asuntos internos de otros países. Obama ha dicho que deberían recurrir a la fuerza –unilateralmente, de ser necesario– cuando su seguridad o la de sus aliados estén amenazadas. Cuando no sea así, pero la conciencia inste al país a actuar –contra un dictador, pongamos por caso, que mate a gran número de sus ciudadanos–, los EE.UU. no deberían intervenir por sí solos y deberían recurrir a la fuerza sólo si hubiera buenas perspectivas de éxito.
Se trata de principios aceptables, pero, ¿cuáles son los umbrales? Ese problema no es nuevo. Hace casi dos siglos, John Quincy Adams, sexto presidente de los Estados Unidos, estaba debatiendo con las peticiones internas de intervención en la guerra por la independencia de Grecia cuando hizo su célebre afirmación de que los EE.UU. “no van al extranjero en busca de monstruos que destruir”, pero, ¿y si la tolerancia en el caso de una guerra civil como la de Siria permite a un grupo terrorista como el Estado Islámico hacerse con un refugio seguro?
Los EE.UU. deberían dejar de hacer invasiones y ocupaciones. En una época de nacionalismo y poblaciones socialmente movilizadas, la ocupación extranjera, como con razón concluyó Eisenhower en el decenio de 1950, ha de engendrar por fuerza resentimiento, pero, ¿con qué se puede substituir? ¿Es suficiente la potencia aérea y la capacitación de fuerzas extranjeras? En particular en Oriente Medio, donde es probable que las revoluciones duren una generación, será difícil lograr una hábil combinación de poder duro y poder blando.
Discursos recientes de los candidatos a la presidencia de los EE.UU. muestran que ya ha comenzado el debate sobre las dos primeras preguntas, pero no conviene a los EE.UU. pasar por alto la tercera pregunta. ¿Cómo puede este país fortalecer las instituciones, crear redes y establecer políticas para gestionar las cuestiones transnacionales?
La dirección por parte del país más potente es importante para la producción de bienes públicos mundiales. Lamentablemente, el estancamiento de la política interior de los EE.UU. crea con frecuencia un bloqueo al respecto. Por ejemplo, el Senado no ha ratificado la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, pese a que redundaría en beneficio del interés nacional de los Estados Unidos: de hecho, éstos necesitan dicha Convención para respaldar su posición sobre cómo resolver las reclamaciones territoriales opuestas en el mar de la China meridional.
De forma similar, el Congreso no cumplió con el compromiso de apoyar en el Fondo Monetario Internacional la redistribución de la capacidad de voto correspondiente a los países con mercados en ascenso, aunque hacerlo costaría muy poco. Así se abonó el terreno para que China lanzara su Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (que después los EE.UU. intentaron bloquear erróneamente, con considerable costo para su reputación). Y hay una fuerte resistencia en el Congreso a fijar límites a las emisiones de carbono en el período previo a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebrará en París el próximo mes de diciembre.
Las de cuánto gastar en asuntos exteriores y hasta qué punto intervenir en crisis lejanas son cuestiones importantes, pero los americanos deberían estar igualmente preocupados por que el “excepcionalismo” de su país esté degenerando en un “exencionalismo”. ¿Cómo pueden los EE.UU. conservar la dirección mundial, si otros países ven que el Congreso bloquea constantemente la cooperación internacional? Ese debate aún no se ha iniciado.



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