¿Reforma desde el interior o reforma desde fuera?
El islam ante el fundamentalismo. Imagen: www.culsans.com.ar
El mundo árabe se enfrenta a tres grandes retos en este nuevo siglo: activar el desarrollo de unas economías estancadas desde la década de los ochenta; superar el retraso educativo-cultural, que actúa a modo de barrera para su acceso a la sociedad del conocimiento; por último, superar el déficit de libertades en el ámbito civil y político, para construir un auténtico Estado de derecho que no discrimine a la sociedad civil, a los agentes políticos, a las minorías étnicas o religiosas y, muy especialmente, a las mujeres, que sufren una segregación en todos los ámbitos de la vida –familiar, social y política-.
Las políticas económicas puestas en marcha por los Gobiernos árabes han sido hasta ahora incapaces de dar respuesta a la precariedad social. Las economías árabes no alcanzan un ritmo de crecimiento que sea capaz de absorber las altas tasas de desempleo y la demanda de trabajo de una población que crece a un ritmo vertiginoso y que es cada vez más joven. A este hecho se suma el factor de una educación incompleta o inadecuada –enfocada a las demandas laborales actuales-. El paro y el déficit educativo generan exclusión social, en suma, pobreza. Ante este panorama, los jóvenes árabes ven su único futuro en la emigración a Occidente.
Los caminos del desarrollo se debaten en un esfuerzo de triple dimensión: regional, euromediterráneo y global. Hasta ahora, la colaboración inter-árabe no ha pasado de ser papel mojado; la supuesta “integración” euromediterránea se ha enfocado hacia la eliminación de las barreras económicas; mientras, la liberalización y apertura económica, puesta en marcha a partir de los años ochenta de la mano del FMI, ha generado desigualdades estructurales en el seno de las sociedades.
El problema de fondo es la democracia; la persistencia de regímenes autoritarios, tradicionales –legitimados en la religión-, corruptos y opresivos. El mundo árabe parece inmune a la democracia auténtica: se falsean los sistemas electorales con elecciones unipersonales –Siria y Egipto-; la oposición política, cuando es permitida, sufre la marginación y el boicot estatal; la Justicia no es independiente del Gobierno y los Parlamentos –símbolo de la soberanía popular- brillan por su ausencia en las monarquías del Golfo.
¿Cómo puede el Estado árabe moderno superar el dilema de la “libertad”? Lejos de visiones culturalistas –el Islam, el verdadero Islam, no es el problema-, la clave está en resolver el retraso socio-cultural: desarrollo económico y pensamiento crítico. ¿Reforma desde el interior o reforma desde fuera? Los líderes políticos, la sociedad civil, la oposición política… Todos ellos deben “encontrarse” para ofrecer una solución árabe al problema árabe. Una democratización impuesta, como sucede actualmente en Iraq –primer bastión democrático occidental que arrastrará a todo el Oriente Medio autocrático hacia la democracia- puede, por el contrario, desestabilizar toda la región y conducirla al caos.
Y la solución reclama su urgencia porque, en medio de este contexto de “desastre” socio-económico, cultural y político, el mensaje de los fundamentalistas cala entre las capas marginadas de la sociedad: los jóvenes sin oportunidades formativas y laborales; los campesinos desruralizados; las clases medias –científicos, técnicos- excluidas de la modernización liberal; en definitiva, los abandonados por el Estado. Todos los modelos económicos aplicados –e importados del exterior- desde la emancipación fracasaron, ya fueran socialistas o liberales: la industrialización despobló el campo y provoco el éxodo masivo a las ciudades, donde predomina el hacinamiento; con la llegada del mercado libre, se acentuó la desestructuración de la sociedad, con capas sociales enteras marginadas.
Los gobiernos nacionalistas perdieron todo su crédito ante los ojos del pueblo como agentes de progreso económico y cultural. Es aquí donde los fundamentalistas aparecen como “salvadores”, ofreciendo a los musulmanes unos orígenes en los que refugiase ante la modernidad frustrada: un Islam puro, una cultura autóctona y una identidad. Los propios Gobiernos autodenominados “laicos” habían utilizado la religión para legitimar su poder, oficializando la religión a través de clérigos sumisos. Ahora, los integristas proponían una relación a la inversa: el Estado iba a sacralizarse.
Pero el programa fundamentalista no supone más que un “regreso al pasado” –a los fundamentos- que rechaza toda actualización y adaptación a los tiempos actuales. La solución está en las fuentes, en un Corán leído sin posibilidad de “reformismo” o de “modernidad” y en una Ley Islámica –sharia- sacada de todo contexto: una Ley medieval para el hombre, la sociedad y el Estado del siglo XXI. El lastre de la dominación colonial y de los modelos posteriores de librecambismo salvaje e imposiciones culturales han conllevado una reacción dialéctica hacia la “modernidad”, como concepto asociado al imperialismo de Occidente y a sus valores: democracia, laicismo, librecambismo, etc.
Se conjugan aquí dos vectores cruciales en el fenómeno del auge del extremismo religioso en el universo árabe musulmán: los procesos de aculturación –negación de la identidad cultural y religiosa de un pueblo- que siguen persistiendo desde la colonización, y el rechazo a una modernidad deshumanizada impuesta por la fuerza y de forma acelerada -.
El auge del fundamentalismo religioso en la era de la globalización: el “regreso al pasado” frente a los problemas del mundo moderno
“Parecía inevitable una disminución progresiva de la idea prodigiosa del mundo” [1]. Parecía que en nuestro tiempo, en esta edad posmoderna, se había superado “la etapa infantil de los relatos, de las ideologías y de las creencias” [2]. Sin embargo, asistimos al renacer del hecho religioso en todas sus manifestaciones y variantes: desde la proliferación de agrupaciones esotéricas y de sectas, hasta el fenómeno de la conversión religiosa, previo paso por el despertado interés por otras tradiciones de pensamiento –budismo, Islam, hinduismo-.
Los envites de la modernidad –del progreso- han conducido a la sociedad posmoderna hacia una globalización –un monoteísmo- del pensamiento, del estilo de vida y del desarrollo económico en el marco de un mercado individualista y voraz, que atraviesa a todas las culturas y pueblos, y que encuentra su correspondiente resistencia en la “diversidad” cultural del mundo. Y esa respuesta rompe con la idea de progreso-modernidad porque busca respuestas en la religión, es decir, en el pasado. Hay un desencanto generalizado por los ideales modernos en todas aquellas sociedades que asumieron los principios de la modernidad y, como consecuencia de ello, se secularizaron. Se trata, por tanto, de un fenómeno que traspasa la barrera del individuo –de su batalla interior- para alcanzar el plano de la esfera pública. Como recuerda Casanova, la decepción de los pueblos ante la esperanza de la “modernidad” se traduce en el fracaso del laicismo –de la autonomía de lo religioso respecto de lo político-; y el fracaso del laicismo es el fracaso de la democracia [3]. Al cabo, es la religión, y no el “fetichismo del consumo”, la que llena el vacío creado por la desaparición de las “utopías laicas” [4].
La religión ha pasado a ocupar un lugar importante en el escenario político actual por la aparición de movimientos fundamentalistas-integristas que defienden la idea de una identidad comunitaria basada en la pertenencia a una secta o grupo religioso. Y esto se aplica tanto a las prácticas sociales como al debate político [5].
¿Qué es el fundamentalismo? Del protestantismo cristiano al integrismo de los Hermanos Musulmanes
Comúnmente, se utilizan los términos fundamentalismo e integrismo de forma indistinta para reflejar la naturaleza de movimientos de ideología espiritual que intentan proporcionar una “orientación práctica y moral completa”, tanto a los individuos como a la sociedad, sobre todos los aspectos de la vida a partir de textos o tradiciones [6] –Corán, Biblia, etc.-. En suma, se usan para destacar la unión entre política y religión.
Sin embargo, se trata de dos conceptos diferentes en cuanto a su origen y dimensión. El término “fundamentalismo” [7] tiene su origen a finales del siglo XIX dentro del protestantismo cristiano estadounidense, concretamente en los teólogos de Princeton. Entre 1910-1915, los pastores protestantes incorporaron estas ideas a una serie de panfletos que se repartían por las iglesias y seminarios de los Estados Unidos. Aquellos escritos, bajo el título “Los fundamentos: un testimonio de la verdad”, reclamaban la “verdad literal” de la Biblia frente a la pérdida de influencia de los principios evangélicos en América desde principios del siglo XX. De este modo, como especifican Corral Salvador y García Picazo, el fundamentalismo se circunscribe a cuestiones de naturaleza religiosa, configurándose como reacción a los procesos de modernización y, en concreto, “frente a ideas que afectan a la infalibilidad de los Textos Sagrados” [8].
Por el contrario, el término “integrismo” tiene una raíz católica, y fue utilizado por primera vez por el Partido Nacional Católico, fundado en España a finales del siglo XIX, y que abogaba por el mantenimiento de la “integridad” española [9]. Este grupo, cuyas ideas estaban influenciadas franceses ultracatólicos como Joseph de Maistre y Louis de Bonal, se autodefinió como “integrista” en relación a unas posiciones políticas que vinculaban los preceptos religiosos con la sociedad civil[10]. Aquí radica la diferencia con el fundamentalismo, en que el integrismo excede el ámbito religioso para expresarse como fenómeno también de naturaleza política. En este sentido, es Roger Garaudy quien ofrece una definición más acertada del integrismo, que consistiría en “identificar una fe religiosa o política con la forma cultural o institucional que pudo revestir en una época anterior de su historia. Creer, pues, que se posee una verdad absoluta e imponerla” [11].
El problema, en el caso del Islam –y de los movimientos fundamentalistas islámicos- que es hay una cierta simbiosis entre religión y política, ya que el Corán proporciona un modelo de organización social –que no un modelo de Estado- que es utilizado por los fundamentalistas para reclamar un Gobierno basado en los principios coránicos y una sociedad regida por la Ley Islámica –sharia-. Sin embargo, se atenderá a esta cuestión del “Islam político” en apartados sucesivos. Lo que ahora nos ocupa es la cuestión del auge del fundamentalismo y de sus rasgos y causas a nivel global y regional, es decir, en el caso del mundo árabe-musulmán.
Para Ernest Gellner, la idea básica que incorpora todo fundamentalismo religioso –aplicable tanto a cristianos, judíos o musulmanes- es que la fe “debe sostenerse firmemente en su forma completa y literal, sin concesiones, matizaciones, reinterpretaciones ni reducciones”. Esto presupone que el núcleo de la religión es la “doctrina” y no el “ritual” [12], es decir, que los preceptos recogidos en los Libros Sagrados sirven de guía para el comportamiento de los creyentes. Como apunta Fred Halliday, esta invocación a un retorno a los Textos Sagrados, leídos de forma literal, es el sentido propio del término “fundamentalismo” [13]. Los movimientos fundamentalistas basan su autoridad y obtienen su fuerza de la pretensión de poseer una “verdad universal” teóricamente aplicable a todos [14]: la “verdad” de la Biblia, de la Tora y el Talmud, del Corán, Hadith y fiqh o de los textos legales. El argumento, al cabo, es que estos textos ofrecen un programa detallado que sirve de guía al individuo –la base para definir una “vida correcta”- y de modelo organizativo para la sociedad y el Estado –el “Estado perfecto”-, recurriendo, en el caso islámico, a la sharia y al Gobierno de Alá de manera “forzada” [15]. El objetivo de esta estrategia, como subraya el reputado arabista Gilles Kepel, no es otro que la “legitimación”: “los fundamentalismos religiosos van a apelar siempre a ideales espirituales que respalden sus aspiraciones políticas” [16].
¿Los rasgos comunes de todo fundamentalismo? Según Garaudy: inmovilismo- negación de la innovación de la fe, a toda adaptación a los tiempos actuales-; regreso al pasado –apelación a la tradición, conservadurismo-; por último, intolerancia, cerrazón y dogmatismo [17]. En este último aspecto, Halliday destaca su carácter antidemocrático – grupos “potencialmente dictatoriales”- porque rechaza la premisas de la política democrática, tales como la tolerancia y los derechos individuales, en virtud de una autoridad que no proviene del pueblo sino de Dios, “inherente a las escrituras e interpretada por líderes autoelegidos” [18]. Otra característica es su “hostilidad” hacia los “enemigos” de su religión e incluso hacia las personas de su propia fe que no comparten su particular orientación. Tal es el caso de las diatribas de los hindúes contra los musulmanes, de éstos contra los judíos, y viceversa.
Centrándose ya en el caso musulmán, la característica básica patente en el fundamentalismo islámico contemporáneo es precisamente una lectura retrógrada y subversiva del Corán. En primer lugar, predomina lo que Garaudy define como “leer el Corán con ojos de cadáver”[19]. Como recuerda Taguieff, existe un poder abusivo – basado en la teocracia jomeinista- de unos “doctores de la ley” o predicadores que en la mayoría de los casos hacen “lecturas ignorantes, parciales y simplistas” de los Textos Sagrados del Islam, reduciendo su mensaje a un corpus de dogmas antimodernos –la sharia, sacada de todo contexto-, en especial en relación a la aplicación de la justicia y al estatuto inferior de la mujer[20]. En segundo lugar, predomina una interpretación radical y subversiva del Corán, con proclamas contra la “corrupción occidental”, las “conspiraciones” judías o la “ignorancia” del mundo contemporáneo [21]. Esto se traduce en un llamamiento a la yihad contra los “enemigos del Islam” -norteamericanos, judíos y falsos musulmanes- que reduce el mensaje del Islam, como recuerda Taguieff, “a una máquina de producir fanáticos” [22]. Así, en las manos de los fundamentalistas, el Islam pierde toda oportunidad de renovarse y alcanzar los tiempos modernos. Y fue precisamente esto lo que ocurrió en Egipto con el movimiento de los Hermanos Musulmanes.
Fundado en 1928 por Hassan el-Banna (1906-1949), la Hermandad Musulmana nació como un movimiento que pretendía seguir el camino abierto por el gran pensador y reformador islámico Jamal ad Din El-Afghani (1838-1897), que había hecho escuela en Egipto a través de uno de sus principales discípulos, Mohamed Abdou –gran muftí de Egipto y rector de la Universidad de El-Azhar-. En la línea de Afghani y Abdou, el-Banna buscaba la “renovación de un Islam viviente”, de carácter universal y dialogante con todas las creencias. Los Hermanos –entre los que había cristianos y “oficiales libres”- buscaban, como hombres de su tiempo, un Islam que pudiera dar una nueva respuesta a los problemas actuales, desde la economía hasta la cultura y la política. Se trataba, al cabo, de la búsqueda de una “modernidad islámica”, que no occidental [23].
Sin embargo, la Hermandad –que había participado inicialmente del proyecto nasserista- acaba sufriendo la represión del régimen nacionalista socialista de Nasser: ejecuciones masivas, exilios, prisión… Y es precisamente en las cárceles donde se produce la primera mutación de la ideología del grupo, de la mano de Sayyid Qutb (1906-1966), el llamado “Hermano de las prisiones”, que en su libro Hitos en el camino interpreta de forma subversiva un comentario del Corán: la yahiliya, la “barbarie” anterior a la llegada del profeta, en la que Qutb englobó al mundo de su época. Bajo el prisma de la yahiliya, el pensador no consideraba musulmanes a los que vivían de acuerdo con los principios del nacionalismo socialista [24]. La reorientación de los Hermanos es ya evidente a principios de los sesenta: en 1961, Mahmud al-Sawwaf, el jefe de los Hermanos iraquíes, publica en Djedda el libro Nada de socialismo en el Islam [25].
El “Islam viviente” de la Hermandad de el-Banna acaba transformándose, como señala Garaudy, en un retorno a la “tradición fosilizada” y a una obediencia incondicional a los soberanos, a los que se considera “lugartenientes de Dios”. Todo ello por obra y gracia de la propaganda integrista saudita, que financia la difusión en todo el mundo musulmán –y fuera de él- de los escritos de teóricos fundamentalistas como Ibn Taymiyya y Mawlana A. Mawdudi, sentando las bases del Estado islámico, gobernado por el califa en calidad de “sombra de Dios en la Tierra”.
El pakistaní Mawdudi definía la política islámica bajo los principios de sumisión del pueblo al “poder fuerte” de los doctores de la ley, de un sistema de pensamiento moral impuesto por ese poder, y retribución y recompensa a quienes aplican sus leyes. “No hay mejor modo de definir el integrismo” [26].
El auge del fundamentalismo en el mundo islámico: la crisis de los modelos de desarrollo
“Aunque está en muchas religiones, el fundamentalismo está en su apogeo en el Islam”. La sentencia es de Ernest Gellner, y no se trata de un diagnóstico erróneo. ¿Las causas? El fracaso de todas las estrategias de desarrollo económico llevadas a cabo desde la emancipación, y que han desembocado en una crisis de legitimidad de las elites políticas.
La obra de Gilles Kepel La revancha de Dios está precisamente basada en la conexión de los procesos de islamización con el deterioro socioeconómico que experimentan las capas sociales más amplias de los Estados musulmanes a partir de la crisis económica de los setenta. En el plano político, añade el autor, lo que entró en crisis fue el modelo estatal de desarrollo económico basado en la urbanización y la industrialización, ya fuera bajo modelos socialistas u occidentales-liberales. El nacionalismo árabe, recuerda Naïr, y todas las retóricas elaboradas tras las independencias –socialismo, democracia y liberalismo- acabaron sucumbiendo ante el desastre sociocultural [27].
En suma, ante el fracaso de modelos exportados de organización social y política –ante esta “modernización frustrada” que ha engendrado el subdesarrollo-, el fundamentalismo se convierte, bajo la descripción de Ben-Ami, en la forma de “rebelión social de los desposeídos”, que encuentran “consuelo” en el regreso a los dogmas primitivos de la religión[28]. Pero, como recuerda Naïr, “la desarticulación de lo social cala por doquier en lo político”: los excluidos del sistema recurren a la religión como arma capaz de sacralizar sus reivindicaciones y de restablecer el diluido sentimiento de comunidad. Es así como el Islam se convierte en una “política religiosa”; en “la vara por la que todo se mide” [29].
Roger Garaudy, en su ya clásico estudio Los integrismos, introduce cuatro factores principales que han desembocado el auge del fundamentalismo musulmán: el proselitismo saudí –país “epicentro” del integrismo musulmán y principal difusor del Islam más ortodoxo en virtud de su potencial económico-petrolero- ; el integrismo de Occidente –colonialismo-, como modo de negación de la identidad social, cultural y religiosa de un pueblo –caso paradigmático de Argelia-; la “decadencia moral de Occidente”, representante de una modernidad sometida al egoísmo material –caso ejemplar de la revolución iraní- y, por último, el integrismo israelí, bastión occidental en el corazón de Oriente Medio.
Con respecto al conflicto con Israel, está claro que se trata de un factor desestabilizador enconado en la región desde hace medio siglo, y que ha servido de punta de lanza a los movimientos fundamentalistas en la configuración de todo su cuerpo retórico e ideológico “antisemita” y, por extensión, “antiimperialista”. Como señala Enmanuel Sivan, el fundamentalismo islámico, en su condición de movimiento primordialmente cultural, ha adoptado también el odio a Israel desde un prisma religioso, a modo de una “cuenta pendiente” entre el Islam y el judaísmo que se remontaría a los tiempos del Profeta. En realidad, como subraya el profesor, se trata de otro ejemplo de interpretación sesgada del Corán, donde hay pocos más versículos contra los judíos que contra los cristianos.
Sin embargo, interesa estudiar el fundamentalismo islámico desde dos prismas principales: como “identidad” frente a la agresión cultural de Occidente y como rechazo a la “modernidad” occidental y todos los conceptos asociados a ésta –democracia, laicismo, liberalismo, etc.-.
El Islam como “refugio”: la “identidad islámica” frente al imperialismo cultural de Occidente
Como en la época de la colonización, cuando todo movimiento emancipador debía asentarse en los principios islámicos para evitar que la identidad del musulmán se disolviera en la cultura extranjera dominante, en el nuevo universo de la cultura única y el libre mercado, la referencia religiosa, aunque, como especifica Naïr, de una forma “mas subversiva”- se ha convertido en el epicentro de la lucha sobre las señas de identidad para las capas marginadas en el seno de unas sociedades divididas [30].
En un mundo donde la experiencia colonial ha dejado numerosas secuelas socio-económicas y culturales, y donde la esperanza del progreso –anunciado por Occidente- bajo los modelos comunistas y capitalistas se ha traducido en más desigualdad, en más pobreza y en más fenómenos de aculturación, la referencia religiosa se ha convertido, en palabras de Cabrera, en la ideología de la reivindicación de los excluidos, que buscan una vuelta a los principios de su religión como modo de vida y como modelo que asegure el progreso [31].
El fundamentalismo islámico es un movimiento “socialmente fortaleciente” y “absorbente” [32], que radicaliza el “Islam espontáneo” del musulmán que busca la esperanza en su fe, dando así coherencia y sentido a su lucha[33]. Se produce así un movimiento de subversión que se rebela contra las prácticas sociales secularizadas y contra el propio Estado, deslegitimado en su papel de agente modernizador.
Los integristas ofrecen a miles de creyentes desorientados, marginados y oprimidos un sentido y orientación para sus vidas: la “alta cultura” de su propia fe, lo que supone un ascenso social y moral y la conquista de una “identidad” y de una “dignidad” [34]. Se trata, al cabo, de un refugio identitario que se erige como la solución perfecta para un “mundo imperfecto”[35].
“Islam” y “modernidad” en el marco de la dialéctica de la dominación Occidental
Según Samuel Huntington, hay tres posibles actitudes ante Occidente y la modernización: el “kemalismo”, el “reformismo” y el “rechazo a ultranza”[36]. Estas tres posibilidades vienen a coincidir con las tres actitudes que se han dado en el mundo musulmán a partir de la histórica pugna entre “Islam” y “Occidente”: los “laicistas”, los “reformistas” y los “fundamentalistas”.
Los “kemalistas” o “laicistas” se distinguen por la aceptación de ambos conceptos, “modernización” y “modernidad”, lo que conlleva la necesaria abolición de la cultura autóctona. Este modelo debe su nombre al proceso occidentalización de la vida turca de manos del reformador Mustafá Kemal, que fundó la Turquía moderna bajo los principios del laicismo y la renuncia a la influencia religiosa en las costumbres sociales y la política.
El “reformismo”, por su parte, intenta conservar los valores islámicos, pero adaptándolos a la vida moderna. Fue lo que intentaron pensadores como Afghani y Abdou, que intentaron conciliar Islam y modernidad [37]. Como señala Trillo-Figueroa, los “reformistas” pretenden incorporar al Islam las costumbres políticas occidentales y el liberalismo parlamentario [38].
Pero tanto el laicismo como el reformismo fracasaron en su intento de ofrecer soluciones viables a las sociedades musulmanas. Frente a estos dos movimientos, el “fundamentalismo” o “rechazo a ultranza” de Occidente y la modernidad se erige en el seno de la comunidad islámica. Los “fundamentalistas” aspiran a aplicar la sharia tal y como fue elaborada hace siglos, sin necesidad de actualizarla, y la convierten en un programa detallado de ideales políticos [39].
Como enfatiza Huntington, el fundamentalismo más radical rechaza tanto la modernización como la occidentalización, en el sentido que Occidente asigna al concepto de modernidad: como vehículo de progreso, de procesos que se han producido en el seno de sus sociedades: democracia, libre mercado, etc. De lo que se trata, al cabo, como señala Taguieff, es de disociar los conceptos de “modernidad” y “Occidente” para, de algún modo, “islamizar la modernidad”. Este postulado parte de la creencia de que la civilización occidental es abominable, y de que supone una amenaza para la comunidad islámica. Se trata de una enfermedad: la “occidentosis” [40].
Estamos ante un postulado defendido también por pensadores como Roger Garaudy –convertido al Islam- que denuncia una “modernidad” “intrínsecamente opresiva y alienante”, y que además viene siendo “confundida” con el capitalismo o la civilización occidental [41]. Al cabo, los movimientos islamistas se sienten preparados para oponer a los problemas actuales su mensaje de liberación, islamizando la modernidad. Su proyecto, como señala Kepel, es “disociar” en la base de la “modernidad” lo científico de lo moral, a la vista de que el laicismo y el progreso tecnológico han sido incapaces de recomponer a unas sociedades desmembradas [42].
Para el reputado académico árabe Mohammed Arkoun, el debate entre “Islam” y “modernidad” se ha inscrito claramente en la oposición “Islam y Occidente”. Y ello es debido a que Occidente sigue encendiendo la ideología de la resistencia en el marco de un pensamiento islámico que “se ha encerrado tras una valla dogmática” y agresiva hacia el Occidente opresor. De ahí que el Islam siga rechazando cualquier avance del pensamiento crítico moderno; y de ahí que se denuncie –erróneamente- la ideología combativa de “entidades abstractas” como el Corán o el Islam, cuando en realidad tan sólo funcionan como “reacción dialéctica” frente al histórico envite conquistador -político, cultural y geopolítico- de Occidente [43].
Como puntualiza Naïr, esta dialéctica de la dominación del sistema colonial –y de sus “efectos brutales”- condicionó el rechazo de las sociedades musulmanas a “la imagen y los valores de Occidente” –democracia, republicanismo, laicismo, positivismo, etc.[44]-.
¿Modernizar el Islam o islamizar la modernidad? Como decíamos al principio, se conjugan aquí dos vectores cruciales en el fenómeno del auge del extremismo religioso en el universo árabe musulmán: los procesos de aculturación –negación de la identidad cultural y religiosa de un pueblo- que siguen persistiendo desde la colonización, y el rechazo a una modernidad deshumanizada impuesta por la fuerza y de forma acelerada-.
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