759 informes secretos destapan las vejaciones de Guantánamo. -Los documentos revelan que el principal propósito de la prisión era "explotar" toda la información de los reclusos a pesar de la reconocida inocencia de muchos de ellos. -El 60% fue conducido a la base militar sin ser una amenaza "probable"
MÓNICA CEBERIO BELAZA / LUIS DONCEL / JOSÉ MARÍA IRUJO / FRANCISCO PEREGIL 25/04/2011
Imagen de algunos de los presos de Guantánamo.-
Guantánamo creó un sistema policial y penal sin garantías en el que solo importaban dos cuestiones: cuánta información se obtendría de los presos, aunque fueran inocentes, y si podían ser peligrosos en el futuro. Ancianos con demencia senil, adolescentes, enfermos psiquiátricos graves y maestros de escuela o granjeros sin ningún vínculo con la yihad fueron conducidos al presidio y mezclados con verdaderos terroristas como los responsables del 11-S. EL PAÍS ha tenido acceso, junto con otros medios internacionales y a través de Wikileaks, a las fichas militares secretas de 759 de los 779 presos que han pasado por la prisión, de los cuales unos 170 siguen recluidos. Las tripas de la cárcel quedan recogidas en 4.759 folios firmados por los más altos mandos de la Fuerza Conjunta de la base y dirigidas al Comando Sur del Departamento de Defensa en Miami. La radiografía de una prisión creada por George W. Bush en 2002 al margen de las leyes nacionales e internacionales llega en un mal momento para el presidente, Barack Obama. Cerrar el penal fue su primera promesa tras asumir el cargo en enero de 2009. El anuncio, hace un mes, de que reanudaría los juicios en las comisiones militares fue el reconocimiento de su fracaso.
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Los informes, fechados entre 2002 y 2009, que en la mayoría de los casos tienen como finalidad recomendar si el preso debe continuar en el penal, ser liberado o trasladado a otro país, documentan por primera vez cómo valoraba EE UU a cada uno de los internos y lo que sabían de ellos. Revelan un sistema basado en delaciones de otros internos, sin normas claras, basado en sospechas y conjeturas, que no necesita pruebas para mantener a una persona encarcelada largo tiempo -143 personas lo han estado más de nueve años- y que establece tres niveles de riesgo que se definen con apenas una frase. El más alto solo implica que la persona "probablemente" supone "una amenaza para EE UU, sus intereses y aliados"; el medio, que "quizá" lo suponga; y el bajo, nivel en el que aparecen catalogados presos que han estado ocho y nueve años en la prisión, que es "improbable" que sea un riesgo para la seguridad del país.
Hay casos, según revelan los informes secretos, en los que ni siquiera el Gobierno de EE UU sabe los motivos por los que alguien fue trasladado a Guantánamo, y otros en los que ha concluido que el detenido no suponía peligro alguno: un anciano de 89 años con demencia senil y depresión que vivía en un complejo residencial en el que apareció un teléfono por satélite; un padre que iba a buscar a su hijo al frente talibán; un mercader que viajaba sin documentación; un hombre que hacía autostop para comprar medicinas.
EE UU determinó que 83 presos no suponían ningún riesgo para la seguridad de la nación, y de otros 77 se reconoce que es "improbable" que sean una amenaza para el país o sus aliados. El 20% de los presos fue conducido al penal de forma arbitraria según las propias valoraciones de los militares estadounidenses. Si a ese dato se añade el de aquellos que solo "quizá pudieran entrañar un peligro, 274 en total, se concluye que EE UU no ha creído seriamente en la culpabilidad o amenaza de casi el 60% de sus prisioneros. Se encarcelaba a los presos fundamentalmente para "explotarlos", según su propia terminología; por si sabían algo que pudiera ser útil.
Guantánamo es una cárcel, pero la prioridad no es imponer sanciones por delitos cometidos. Solo siete presos han sido juzgados y condenados hasta el momento: seis en las comisiones militares de la base y uno en un tribunal civil de Nueva York. Lo que se pretende fundamentalmente, según muestran los informes, es obtener información a través de los interrogatorios. Uno de los dos parámetros que se maneja para decidir si se puede liberar o no a un preso es precisamente su "valor de inteligencia", según la terminología empleada en las fichas secretas.
La prisión funciona como una inmensa comisaría de policía sin límite de estancia y en la que la duración del castigo no es proporcional al supuesto hecho cometido. Las fichas secretas muestran a unos reclusos tratados como presuntos culpables que deben demostrar no solo su inocencia sino su falta de conocimiento sobre Al Qaeda y los talibanes para obtener la libertad. El único delito que las autoridades adjudican a algunos de ellos ha sido tener un primo, amigo o hermano relacionado con la yihad; o vivir en un pueblo en el que ha habido ataques importantes de los talibanes; o viajar por rutas usadas por los terroristas y, por lo tanto, conocerlas bien.
A pesar de su empeño en obtener información en la lucha contra el terrorismo, nueve años y tres meses después de la apertura de Guantánamo los informes secretos revelan que solo el 22% de los presos ha presentado un nivel de interés alto para los servicios de inteligencia de EE UU. En el 78% restante, el valor informativo de los presos era medio o bajo, según reconocen los propios militares.
Los detenidos vieron las caras de muchos interrogadores: militares, agentes de la CIA y policías de sus propios países que desfilaron en secreto por sus celdas, entre ellos españoles, y les tomaron declaración esposados y encadenados por una argolla al suelo. La actividad en los campos de entrenamiento terrorista en Afganistán, los experimentos con explosivos, la fijación de los yihadistas por conseguir la denominada "bomba sucia", el trato y cercanía a Osama Bin Laden, Al Zahawiri o el mulá Mohamed Omar eran objetivos prioritarios. Un reloj Casio F91W en la muñeca de un preso se consideraba prueba suficiente de que había recibido formación de explosivos.
Los documentos revelan nuevos detalles sobre los 16 detenidos de alta seguridad relacionados con los atentados del 11-S. El cerebro de la masacre, Khalid Sheikh Mohammed, ordenó en 2002 a otro preso del penal un ataque suicida contra el entonces presidente de Pakistán, Pervez Musharraf. En realidad se trataba solamente de una prueba de su disposición a "morir por la causa".
Los expedientes no especifican qué métodos se usan para obtener la información en el penal. La palabra tortura apenas aparece en los casi ochocientos documentos. Sin embargo, lo que sí aparece son las delaciones que la mayoría de ellos arrojan sobre sus antiguos compañeros de lucha y que se suman por cientos. En cada expediente suele haber un apartado bajo el epígrafe "Razones para continuar la detención". Si el propio recluso no admite haber jurado lealtad a Bin Laden o haber luchado contra Estados Unidos en las montañas de Tora Bora, son sus propios compañeros quienes aparecen con nombres y apellidos delatándole o identificándole. La lista de delatores va desde la jerarquía más alta a la más baja de los extremistas.
Pero en ningún momento se informa de en qué circunstancias los presos han admitido su supuesta culpa o incriminado a otros. A veces, un preso declara sufrir tortura, pero el propio redactor del informe se encarga de afirmar que esa declaración no tiene ninguna credibilidad. A algunos, sin embargo, no había manera de arrancarles información. "Estoy preparado para estar en Guantánamo 100 años si es necesario, pero no revelaré información", espetó el kuwaití Khalid Abdullah Mishal al Mutairi a sus interrogadores.
Los informes son textos fríos, de prosa funcionarial. Apenas se detienen en cuestiones personales como los intentos de suicidio, el estado de salud o las huelgas de hambre y, en el caso del rosario de presos con enfermedades psiquiátricas, uno de los rostros más retorcidos de Guantánamo, se limitan a constatar si, a pesar de su trastorno (acompañado muchas veces de múltiples intentos de quitarse la vida), puede ser útil seguir haciéndoles preguntas.
Al afgano Kudai Dat, diagnosticado de esquizofrenia, trataron infructuosamente de hacerle un interrogatorio final a pesar de que había sido hospitalizado con síntomas agudos de psicosis. Cuando mejoró lo llevaron ante el polígrafo, provocando de nuevo alucinaciones en el enfermo, según un informe psiquiátrico de la prisión. Su pronóstico a largo plazo era "pobre". Pero, a pesar de la ficha médica, la autoridad militar aseguraba que fingía los ataques de nervios y se recomendó mantenerlo en la base. Pasó cuatro años encerrado.
Los documentos son extremadamente protocolarios, pero por debajo del lenguaje administrativo se vislumbran informaciones que aportan un retrato de las condiciones de vida en el presidio. Cuando se habla de la conducta del detenido, por un lado se registran las infracciones disciplinarias y por otro las agresiones. Cualquier incidente se hace constar sin apenas detalles: "Inapropiado uso de los fluidos corporales, comunicaciones desautorizadas, daño sobre las propiedades del Gobierno, incitar y participar en disturbios de masa, intento de ataques, ataques, palabras y gestos provocativos, posesión de comida y contrabando de objetos que no son armas..."
Todo se contabiliza y registra. Pero tan solo se aporta información concreta sobre el último incidente disciplinario. Y es ahí, precisamente, en ese pasaje fugaz de apenas un renglón, donde aparecen destellos de la dura vida en Guantánamo: la mayoría de los presos han lanzado orina y heces a los vigilantes. Nunca se especifica cuál es el castigo que sufren por esas acciones ni en qué contexto se perpetraron. Otros reclusos han sido expedientados por cubrir la ventilación de su celda con papel higiénico, devolver un libro a la biblioteca subrayado o con marcas, rechazar la comida o negarse a salir de la ducha.
Las fichas ofrecen además una breve biografía de casi todos los hombres que han pasado por las celdas de Guantánamo. La gama de motivos que les llevaron a participar en la yihad o a tener vínculos con redes islamistas es muy variada: abarca desde el saudí que se comprometió con la causa tras ver un vídeo donde se mostraban las tropelías que los rusos cometieron contra los musulmanes en Chechenia pasando por el francés que viajó a Afganistán para continuar sus estudios del Islam y vivir en un Estado puramente islámico hasta el saudí que, deseoso de encontrar una esposa, entró en un campo de entrenamiento con la esperanza de adelgazar. "En el verano de 2001, un hombre sugirió al detenido viajar a Afganistán para cumplir con sus obligaciones religiosas durante dos meses. El régimen de entrenamiento físico le brindaría también la oportunidad de perder peso", asegura la ficha de Abdul Rahman Mohammed Hussain Khowlan.
De la documentación no solo se extraen conclusiones sobre la motivación que llevó a tantos hombres a Kabul, Kandahar o a las montañas de Tora Bora. También es posible dibujar un perfil con los puntos en común de la mayoría. Da igual que tuvieran nacionalidad de algún país europeo, argelina, yemení o filipina.
Antes de entrar en la prisión estadounidense, muchos viajaron constantemente a través del mundo árabe-musulmán. Abundan los relatos de hombres que cruzan la frontera de Pakistán a Afganistán a pie o que se citan con otros activistas en una mezquita de la ciudad paquistaní de Lahore. Las fichas explican también cómo los islamistas se apoyan entre sí a través de una red de puntos de encuentro -seis de los siete franceses detenidos pasaron por una casa de huéspedes, a la que denominan "de los argelinos", en la ciudad afgana de Jalalabad-, del dinero que les proporcionan miembros de la red -los documentos mencionan que muchos detenidos son arrestados con 10.000 dólares, la cantidad típica que Al Qaeda entrega a sus activistas-, o de organizaciones de caridad como Al Wafa que, según las autoridades de EE UU, contribuyen a financiar las actividades terroristas.
Pero en muchas ocasiones el hecho de viajar por la zona se convierte en una actitud sospechosa que envía sin más al penal a decenas de personas. En una nota de apenas dos páginas se relata el paso de Imad Achab Kanouni por Alemania, Albania, Pakistán y Afganistán. En el apartado de razones para justificar su estancia en Guantánamo, se le acusa de no haber podido explicar las condiciones de su viaje a Afganistán. No hay ni una sola prueba que le incrimine. A pesar de ello, el general Geoffrey Miller -responsable también de la prisión iraquí de Abu Ghraib- recomienda su permanencia en la prisión.
Los informes también afectan a España; a Hamed Abderramán, el denominado talibán ceutí, condenado por la Audiencia Nacional y luego absuelto por el Tribunal Supremo al inhabilitar las pruebas obtenidas sin ninguna garantía por policías españoles en el penal; y a Lachen Ikasrrien, un marroquí residente en España que corrió la misma suerte judicial que Hamed y que se negó durante cinco años de presidio a reconocer vínculos con Al Qaeda.
Los tres presos acogidos por España en 2010, un palestino, un yemení y un afgano, son una pequeña muestra de las patologías del penal. Uno es un enfermo mental con problemas graves al que mantuvieron durante años encarcelado y sometido a interrogatorios; otro, que estuvo a las órdenes de Bin Laden en Tora Bora, se prestó a colaborar con EE UU; y al tercero, contra el que no llegó a haber nunca pruebas fehacientes, lo califican de problemático. Es, sin embargo, el único que por el momento ha logrado hacer una vida relativamente normal en nuestro país.
El Pentágono ha redactado un comunicado en el que lamenta la publicación de los documentos secretos por su carácter sensible para la seguridad de EE UU.
EL PAÍS continuará desarrollando las cuestiones más destacadas de los informes secretos del Departamento de Defensa sobre Guantánamo.
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