lunes, 28 de febrero de 2011

CÓMO OBAMA PERDIÓ A KARZAI



El camino de salida de Afganistán pasa por dos presidentes que sencillamente no se llevan bien.


Unas semanas antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001, un líder afgano exiliado a quien conocía desde hacía casi 20 años me hizo una visita en mi casa de Lahore. Se llamaba Hamid Karzai, y su problema, me dijo, es que estaba perdiendo rápidamente la fe en la preocupación de Occidente hacia su país.

Karzai era descendiente de una prominente familia pastún del sur de Afganistán con un odio profundamente arraigado hacia el régimen talibán. Los talibanes, que habían gobernado el país desde 1996, habían abatido a tiros al padre de Karzai frente a una mezquita en la ciudad paquistaní de Quetta dos años antes. Ahora, el más joven de los Karzai estaba enviando armas y dinero clandestinamente al otro lado de frontera afgana para un posible levantamiento contra el régimen que ocupaba el poder. Pero acababa de recibir una notificación por parte de los todopoderosos Servicios de Inteligencia de Pakistán (ISI) de que su visado había sido revocado —los talibanes, con sus estrechos lazos con la agencia de inteligencia paquistaní, habían instado al ISI a que se librara de él. Karzai estaba recorriendo todas las embajadas occidentales de Islamabad para preguntar si alguien le apoyaría en caso de que entrara en el país y alzara el estandarte de la rebelión. Pero nadie se ofreció a ayudarle. Varios embajadores se negaron a recibirle.

Para el momento en que los bombarderos estadounidenses expulsaron con sus ataques a los últimos restos de los talibanes de Kabul sólo unos meses más tarde, todo había cambiado. Karzai había pasado de paria a presidente y, a los ojos del Gobierno estadounidense, de combatiente en un oscuro conflicto regional a vital aliado estratégico. Sin embargo, cuando yo me reuní con él no hace mucho tiempo en el palacio presidencial de Kabul para una larga conversación, una de las muchas que hemos mantenido en la década que ha pasado desde nuestro encuentro previo al 11-S en Lahore, me resultó sorprendente hasta qué punto su relación con EE UU parecía haber vuelto al punto de partida.

Una vez más, Karzai parece ahora desconfiar del compromiso a largo plazo de Occidente hacia Afganistán. Considera a los estadounidenses irremediablemente inconstantes, representados por múltiples enviados militares y civiles que portan mensajes contradictorios, trabajan con intenciones contrapuestas y libran sus batallas internas de Washington en su salón, a su costa, mientras operan a impulsos rápidos y con calendarios incluso más breves. “En el tiempo en el que un estadounidense quiere que Karzai actúe, el Presidente está todavía enfriando su taza de té”, se quejó ante mí uno de sus asesores.

AFP/Gettyimages

En el curso de la última década, los pocos funcionarios de EE UU en quienes Karzai ha confiado se han ido marchando uno a uno, dejando al presidente solo con sus teorías de la conspiración. Últimamente, está convencido de que los estadounidenses quieren librarse de él, pero incluso así se niega con tozudez a tener en cuenta los aspectos de su Gobierno que podrían hacerles desearlo: sus propios fracasos administrativos, la creciente corrupción en los más altos puestos de su gobierno y su familia, las elecciones presidenciales amañadas que le proporcionaron su segundo mandato y, sobre todo, el haber sido incapaz de articular una visión para el futuro de su país. El pasado otoño supuestamente comentó a altos funcionarios estadounidenses que de los tres “principales enemigos” a los que se enfrentaba —Estados Unidos, la comunidad internacional y los talibanes— se pondría primero del lado de los talibanes.

Irónicamente, se suponía que el 2010 iba a ser un nuevo “año uno” para la guerra en Afganistán liderada por EE UU, en el que los estadounidenses, tras año de descuidar a este país en favor de Irak, finalmente invertirían los recursos necesarios para derrotar a los talibanes y reconstruir el país. Por el contrario, las cosas empeoraron. El año pasado fue testigo de la cifra de muertos más alta entre las fuerzas de coalición desde el comienzo de la guerra, el aumento de las víctimas civiles, y la expansión de la insurgencia talibán, que una vez estuvo contenida en el sur y este de Afganistán, también hacia el norte y el oeste.

En el centro del fracaso, y tanto causa como consecuencia de éste, se sitúa la maltrecha relación de Washington con Karzai, una alianza que ha costado a Estados Unidos más de 330.000 millones de dólares (unos 240.000 millones de euros) y las vidas de casi 1.400 soldados, pero que se encuentra ahora en el peor bache de su casi una década de historia. El presidente estadounidense, Barack Obama, y su Administración simplemente no confían en el líder afgano, o siquiera les gusta mucho. Aparentemente convencidas de que limpiar el Ejecutivo afgano es más importante para la estabilidad del país que el propio Karzai, las autoridades estadounidenses han organizado investigaciones anticorrupción cada vez más agresivas de su círculo más íntimo.

Desde la perspectiva de Karzai, Washington le trata con una mezcla de insulto y confusión. Durante la visita de Obama de diciembre a las tropas estadounidenses en la base aérea de Bagram, en las afueras de Kabul, las malas condiciones climatológicas le impidieron volar en helicóptero a la vecina capital. En lugar de esperar a que el tiempo mejorara —quizá una cuestión de horas— Obama se fue sin ver a Karzai. Fue un desaire que los afganos no olvidarán. Unos pocos días después, el vicepresidente de EE UU, Joe Biden, afirmó que las fuerzas estadounidenses estarían fuera de Afganistán en 2014 pasara lo que pasara —y después le dijo a Karzai a mediados de enero que éstas se quedarían más allá de ese plazo.

Tanto el líder afgano como Obama parecen encontrarse en un peligroso estado de negación respecto al grado en que se necesitan mutuamente, dedicándose a hacer planes divergentes para parar la guerra que puedan ser llevados a cabo sin la ayuda del otro. El general David Petraeus, comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, cree que puede salir del presente dilema mediante la lucha e infringiendo golpes mortales a los talibanes; Karzai quiere negociar un acuerdo de paz con ellos, incluso confiando si es necesario en la asistencia de su antiguo enemigo Pakistán. Pero el camino de salida del conflicto pasa por una estrecha relación entre Washington y Karzai, les guste a ellos o no, y en la actualidad esa relación está en grave peligro.

A lo largo de la historia de Afganistán, la preocupación siempre presente por la supervivencia política y física ha sido una parte extremadamente importante de la psique de los dirigentes afganos. Ningún gobernante reciente ha muerto pacíficamente en su cama. Los diplomáticos estadounidenses de una generación anterior entendían las implicaciones de esto: que construir confianza exigía más que sólo dinero y pistolas. En un profético informe de 1972, realizado meses antes de que el último rey afgano, Mohammed Zahir Shah, fuera depuesto en un golpe, el embajador estadounidense Robert Neumann escribió: “Para el rey y el grupo dirigente, la supervivencia es el primer objetivo y todas las demás metas son consideradas secundarias. El resultado es un estilo de gobierno excesivamente cauteloso que invariablemente pretende lograr un equilibrio entre las fuerzas externas e internas que se perciben como amenazadoras para el poder del régimen”. Lo mismo podría decirse hoy de Karzai. Manejar a un presidente receloso preocupado por conservar su propia cabeza requiere un toque personal, algo de lo que Obama, a pesar de su renovado compromiso con la lucha, carece completamente.

CUANDO NACIONES UNIDAS CONVOCÓ una reunión de las distintas facciones afganas para elegir al presidente de Afganistán que seguiría a los talibanes en Bonn, Alemania, en diciembre de 2001, en realidad sólo había un hombre en liza. Todos sabían que el nuevo jefe del Estado provisional tenía que ser pastún; los pastunes son el mayor grupo étnico de Afganistán y habían gobernado el país durante 250 años. Existían únicamente dos líderes pastunes que habían regresado de Pakistán para enfrentarse a los talibanes tras el 11-S, y uno de ellos, Abdul Haq, había sido capturado y ejecutado por el asediado régimen dos meses antes. Esto dejaba sólo a Hamid Karzai.

Para entonces éste había llegado a confiar en los estadounidenses y a depender de ellos. Cuando él y su banda de guerreros pastunes fueron rodeados por los talibanes en el sur de Afganistán uno días después de su regreso al país, la CIA le había rescatado y dado su pleno respaldo al levantamiento. Los diplomáticos estadounidenses ejercieron presiones sobre el resto del mundo para conseguir su nombramiento como presidente, y nadie se opuso. Desde su primer día en el cargo, Karzai dependió para su seguridad de los señores de la guerra de la Alianza del Norte, que dirigían extensas milicias financiadas por la CIA. Tenía un Tesoro vacío y ninguna fuerza de seguridad propia. En su aparición con el presidente George W. Bush en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca en enero de 2002, Karzai declaró: “Afganistán es un buen socio. Seguirá siendo un buen socio”.

Pero la realidad se impuso rápidamente. Bush, el primer ministro británico Tony Blair y otros líderes occidentales juraron no abandonar de nuevo a Afganistán, pero sus promesas de dinero y soldados nunca estuvieron a la altura de su retórica. Los fondos suficientes para reconstruir la infraestructura y la economía del país no llegaron, y los mandos militares de Estados Unidos y la OTAN se negaron a desplegar tropas fuera de Kabul tras la invasión inicial, financiando en su lugar —por encima de las objeciones de Karzai— a los señores de la guerra que dominaban las zonas interiores del país como nobles medievales. Con una inminente invasión de Irak por planear, todo lo que el equipo de Bush realmente quería en el frente afgano era paz y tranquilidad.

El desplazamiento de los recursos estadounidenses y la atención internacional de Afganistán condujo a un creciente resentimiento hacia Occidente en el círculo más cercano a Karzai, una desilusión que finalmente alcanzó al propio presidente. Yo me reuní con el líder afgano cada pocos meses durante este periodo, y en cada encuentro sus quejas se hacían más fuertes: Estados Unidos, creía él, no estaba respondiendo a sus demandas de ayuda para construir infraestructura eléctrica y carreteras y restablecer a unos 3 millones de refugiados que han regresado al país. Repetidamente señaló el continuo apoyo clandestino de Pakistán a los talibanes, especialmente después de que estos reemergieran como guerrilla insurgente en 2003.

Durante todo ese tiempo, no obstante, Karzai siguió siendo enormemente leal a Bush, quien, a pesar incluso de que le falló a la hora de cumplir sus promesas, hizo un esfuerzo para mantener estrechos lazos personales con el líder afgano. Karzai se sentía también cercano a dos interlocutores internaciones —Lakhdar Brahimi, jefe de la misión de la ONU en Kabul, y el emisario de la Unión Europea Francesc Vendrell— y de ellos estaba incluso dispuesto a aceptar duras críticas.

El presidente afgano rara vez se encontraba tan a gusto cuando trataba con los funcionarios estadounidenses que Bush enviaba a Kabul. El primer embajador de la era Bush, el astuto y apaciguador intelectual Robert Finn, intentó formular una relación adecuada Estado a Estado con los afganos. Pero Bush y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld ya estaban preocupados con Irak; Finn podía garantizar muy poco del dinero, la ayuda o las tropas estadounidenses que Karzai quería desesperadamente.

Era conocida la buena relación que Karzai mantuvo con el sucesor de Finn, Zalmay Khalilzad, un afganoamericano encantador y locuaz, y que gracias a su excepcional doble cargo —era embajador y también el representante especial de Bush en Afganistán— disfrutaba de acceso directo al presidente de Estados Unidos. Khalilzad tuvo también la ventaja de llegar en el momento oportuno. Se le encargó que produjera resultados por parte de EE UU en el periodo previo a la campaña de Bush para la reelección y de las propias elecciones presidenciales de Karzai el mismo año. Los intereses de Karzai y los de Bush estuvieron una vez más brevemente sintonizados: ambos necesitaban que la de Afganistán pareciera la historia de un éxito.

Señales contradictorias de Washington prepararon el escenario para el posterior trato de Karzai con el sucesor de Bush, una relación que se haría incluso más disfunciona

Khalilzad había luchado y ganado la discusión en la Casa Blanca de que el país centroasiático necesitaba más recursos, y había llegado con los primeros fondos importantes para el desarrollo destinados a Afganistán desde la guerra y un ansia arrolladora de lograr resultados. Karzai estaba halagado por la atención que le prestaba “Zal”; Khalilzad fue además el primer funcionario estadounidense en ponerse de parte de Karzai y criticar públicamente el papel de Pakistán en dar refugio a los talibanes, ganándose una aún mayor admiración por parte de los ciudadnos—además de la enemistad del ex presidente paquistaní Pervez Musharraf.

Pero cuando Khalilzad se trasladó en 2005 para hacerse cargo de la embajada estadounidense en Bagdad, dejó detrás pocos logros duraderos. La financiación y la atención estadounidenses se evaporaron otra vez a medida que las exigencias del año electoral se desvanecían y la guerra en Irak daba un giro para peor. Los estadounidenses se obsesionaron con los “proyectos de impacto rápido”, que estaban en gran medida destinados a satisfacer a mediadores tribales con poder a escala local y no hacían mucho por poner en marcha la economía de Afganistán o reconstruir su infraestructura. La financiación para las fuerzas de seguridad afganas seguía siendo tremendamente inadecuada: de 2002 a 2009, se gastaron 20.000 millones de dólares en financiarlas, menos de lo que se planea gastar sólo en 2010 y 2011.

A Khalilzad le siguió Ronald Neumann, un experimentado diplomático cuyo padre Robert había sido el clarividente embajador en Kabul en los 70. Pero Neumann llegó en el peor momento posible, cuando Irak estaba consumiendo el grueso de los recursos estadounidenses y el Congreso de Estados Unidos había comenzado a exigir a Afganistán mejores resultados y una mayor responsabilidad a la hora de rendir cuentas. Karzai se vio inundado por las visitas de miembros del Congreso, todos dándole distintos consejos y órdenes. En esa época, aunque todavía estaba lejos de mostrarse hostil a EE UU, se quejó ante mí de que tener que recibir a una delegación tras otra estaba le estaba amargando la vida.

En los años finales de la presidencia de Bush, el trato estadounidense con Karzai se había convertido en una maraña de mensajes contradictorios. William Wood, el embajador de Bush en Kabul de 2007 a 2009, llegó fresco a Afganistán después de luchar contra los cárteles de la droga en Colombia como embajador de EE UU allí y estaba bajo presión para repetir sus resultados en Afganistán, donde la producción de opio estaba en auge. Wood exigió que Karzai ordenara el rociado desde aviones de los campos de amapolas en la turbulenta parte sur de país. El líder afgano, temiendo una revuelta campesina, se negó y comenzó a desconfiar de Wood. El embajador vio también minada su posición por el propio Bush, que hablaba regularmente con Karzai mediante videoconferencia y se negaba a presionar al presidente afgano en cuestión de drogas o de otras prioridades de la embajada, como la corrupción. Estas señales contradictorias de Washington prepararon el escenario para el posterior trato de Karzai con el sucesor de Bush, una relación que se haría incluso más disfuncional a medida que la insurgencia talibán se extendía y crecía la frustración del pueblo afgano con Estados Unidos.

PARA LOS CANDIDATOS DEMÓCRATAS en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2008, Afganistán era la guerra buena: una causa de política exterior que permitía a los aspirantes a presidente establecer sus credenciales en materia de seguridad nacional mientras se mantenían al margen de la debacle de Irak. Entre ellos estaba el senador Barack Obama. “Creo que éste tiene que ser nuestro centro de atención, el frente central, en nuestra batalla contra el terrorismo”, dijo Obama en una aparición en el mes de julio en el programa de la CBS Face the Nation. “Pienso que uno de los mayores errores que hemos cometido desde el punto de vista estratégico tras el 11-S ha sido el no acabar el trabajo aquí, no centrar nuestra atención aquí. Nos vimos distraídos por Irak”.

Yo me reuní con Obama justo antes de que jurara su cargo, poco después de que hubiera recibido las sesiones informativas de la Administración Bush y se hubiera dado cuenta de repente de que la situación en Afganistán y Pakistán era mucho peor de lo que le habían hecho creer. Las decisiones clave en lo referente a más tropas, dinero y otras cuestiones habían sido bloqueadas a lo largo de todo 2008 cuando Bush decidió pasárselas a su sucesor. Obama no estaba tomando las riendas de una guerra buena, estaba heredando un lodazal de política exterior.

El presidente estadounidense llegó al poder con una lista de temas que quería que Karzai abordara: nepotismo y corrupción en el Gobierno afgano, falta de buena gobernanza y el rápido crecimiento del tráfico de drogas del país. Pero ninguno de los más altos asesores de Obama en la Casa Blanca tenía experiencia reciente en Afganistán ni conocía bien a ninguna de las figuras clave allí. El líder afgano se sentía muy inseguro, ya que ahora no conocía a nadie en Washington, y nadie estaba haciendo el esfuerzo de conocerle a él. A pesar incluso de que Obama dedicó muchos más recursos a Afganistán en sus primeros dos años en el cargo de los que dedicó Bush a lo largo de ocho años en dos mandatos, Karzai estaba cada vez más convencido de que el nuevo presidente estadounidense iba a por él. Comenzó a temer por su supervivencia política.

Las fricciones entre Karzai y el equipo de Obama llegaron por primera vez a un punto crítico durante las elecciones presidenciales de 2009 en Afganistán. En el periodo previo a la votación de agosto, Karzai fue convencido por sus asesores de que Richard Holbrooke, el enviado especial de Obama, estaba intentando librarse de él animando a otros candidatos, como el líder de la Alianza del Norte Abdulá Abdulá y el ex primer ministro de Finanzas Ashraf Ghani, a posicionarse en su contra. El palacio presidencial bullía con rumores de que la CIA y el MI6 británico habían reunido colosales recursos para derribarle.

En realidad Holbrooke estaba al frente de la carga en Washington para convencer a la Administración y al Congreso de que dedicaran más recursos a Afganistán y Pakistán, pero sus buenas intenciones no parecieron convencer a Karzai. Cuando los resultados de los comicios fueron cuestionados entre acusaciones de que las elecciones habían sido manipuladas, Holbrooke intervino para intentar salvar los resultados, pidiendo a Karzai que se presentara a una segunda ronda de votaciones. Pero esta maniobra pareció confirmar las peores sospechas de los asesores del presidente afgano sobre Holbrooke. Se dejó que fuera el senador John Kerry, en vez de un miembro del propio equipo de Obama, quien suavizara de nuevo las relaciones. Incluso hoy, Karzai se niega todavía a aceptar que la votación presentara irregularidades, y aún piensa que los estadounidenses estaban intentando derrocarle. Meses más tarde, algunos asesores de Karzai me dijeron repetidas veces que todavía creían que Estados Unidos quería que el líder afgano perdiera.

Los chapuceros comicios —que costaron unos 150 millones de dólares y las carreras de dos funcionarios de la ONU— y la paranoia cada vez peor de Karzai se convirtieron en un catalizador para los debates internos de la Administración de Obama sobre su política en Afganistán, que fue sujeta a una detallada revisión en el otoño de 2009. Algunos funcionarios civiles, principalmente Biden y el embajador Karl Eikenberry, se mostraban desconcertados por el voluble comportamiento de Karzai y el resurgir de los talibanes. Lucharon por recortar la inversión estadounidense en un conflicto que ya no parecía tener muchas perspectivas de éxito.

Karzai no era “un socio estratégico adecuado”, escribió Eikenberry en un cable del 6 de noviembre de 2009 a Washington filtrado más tarde al New York Times, añadiendo que el Presidente y sus asesores “asumen que nosotros codiciamos su territorio para una interminable guerra contra el terror y para usar las bases militares contra las potencias de alrededor”. Karzai y sus asesores, a su vez, estaban furiosos de que nunca se les pidiera ser totalmente socios en la revisión de Washington de su política. Una vez más, pensaban, los estadounidenses estaban tomando decisiones sobre Afganistán sin consultar a los afganos. Cuando Obama declaró en diciembre de 2009 que las tropas de EE UU comenzarían a retirarse de Afganistán para julio de 2011, Karzai —que no había sido consultado sobre esta cuestión antes del discurso— se quedó estupefacto.

En el lado opuesto del debate al de Eikenberry se situaba el gurú de la lucha contra la insurgencia, el general Stanley McChrystal, comandante de las fuerzas de la OTAN en Afganistán, quien supuestamente quería apostar por reforzar la guerra con un aumento de hasta 50.000 efectivos. Los asesores de Karzai me contaron que ellos confiaban en McChrystal; el general parecía entender de verdad al líder afgano, adhiriéndose a lo que él decía en la toma de decisiones y tratando las críticas afganas de las tácticas militares estadounidenses con respeto y seriedad en lugar de rechazarlas sin pensar.

Cuando yo me reuní con McChrystal en Islamabad a comienzos de 2010, me quedé desconcertado por su comprensión del entorno afgano. Que este austero ex comandante de operaciones especiales entendiera cómo demostrar su respeto hacia la dignidad y el sentido de la soberanía de los afganos mientras conseguí aún así salirse con la suya en gran parte de las cuestiones fue una revelación. Ya al comienzo, McChrystal persuadió a Karzai para que viajara por el país con él en un esfuerzo para mejorar tanto el prestigio de EE UU como el del Gobierno afgano. La imagen que perdura de McChrystal a ojos de los afganos es la del más poderoso oficial estadounidense en el país sentado humildemente con las piernas cruzadas en una alfombra a los pies de Karzai mientras éste se dirigía a los ancianos de la tribu. Cuando McChrystal fue obligado a dimitir en junio por sus comentarios sobre los más altos funcionarios civiles estadounidenses en un artículo de Rolling Stone, Karzai suplicó a la Casa Blanca que no lo despidiera.

Pero es Eikenberry quien sigue en el cargo, aunque nunca se ha recuperado del todo de la filtración de su cable, que ha dañado no sólo su propia reputación en Kabul, sino también la del Departamento de Estado. Más de un año después, algunos de los asesores de Karzai todavía pueden citar textualmente partes del informe.

Para el líder afgano, el mensaje de indiferencia, en el mejor de los casos —y de directa hostilidad en el peor— continuó desde la Casa Blanca. No sólo el embajador siguió en su puesto, sino que incluso después de que la Administración Obama decidiera enviar un importante refuerzo de 30.000 efectivos a la guerra a finales de 2009, altos funcionarios estadounidenses hicieron declaraciones o visitaron Kabul sin molestarse en informar por adelantado a Karzai. En marzo de 2010, cuando el asesor de seguridad nacional James L. Jones se quejó a los reporteros de que Karzai no había hecho lo suficiente para mejorar la gobernanza “desde el día uno” de su segundo mandato, éste sufrió un ataque de ira y Obama tuvo que advertir a sus subordinados de que trataran al Presidente afgano con respecto. El pasado julio, uno de los más cercanos asesores de Karzai, Mohammed Zia Salehi, fue arrestado por una fuerza anticorrupción liderada por Estados Unidos bajo acusaciones de corrupción. El líder afgano, decidido a fastidiar a los estadounidenses, le liberó.

El poco favorecedor retrato que hace Bob Woodward de las deliberaciones internas de la Casa Blanca sobre Afganistán en su libro Obama's Wars, publicado el otoño pasado, dañó aún más los ya inestables cimientos de la relación entre Karzai y Obama. Para el primero, resultaba de una ingenuidad sin precedentes que un presidente en ejercicio de EE UU permitiera que las deliberaciones íntimas de su gabinete se hicieran públicas (por no mencionar la afirmación que hace el libro de que la CIA creía que Karzai es “maniacodepresivo”). Para octubre de 2010, las relaciones eran tan tensas que Karzai abandonó bruscamente una reunión con Eikenberry y Petraeus sobre contratos con firmas privadas de seguridad, que Karzai había anunciado abruptamente que iba a cancelar, diciendo de nuevo a sus atónitos interlocutores que haría mejor en unirse a los talibanes.

Ambos lados están ya de acuerdo en la necesidad de ganarse a los soldados talibanes de a pie y han presentado un plan común y dinero

Cuando yo me reuní con Karzai en noviembre, le pregunté por qué se había vuelto contra Occidente. Él objetó vigorosamente a la premisa de mi cuestión y me desafío a recordar algún momento en las casi tres décadas que han pasado desde que nos conocimos en el que él hubiera sido antioccidental. Aún así, dejó claro que ya no confiaba en Estados Unidos, sus representantes o sus consejos. El brusco y agresivo enfoque que había dado Petraeus a la guerra ha vuelto a Karzai nervioso y furioso. (Los asesores del Presidente han alimentado su desconfianza, haciéndole llegar rumores de que el general tiene prisa, porque aspira a la presidencia de Estados Unidos y está simplemente usando Afganistán como un trampolín, rumores que Petraeus ha negado repetidamente). Karzai ha pasado a creer que las estrategias de lucha contra la insurgencia y el terrorismo de la OTAN están ambas fracasando. Y ahora amenaza con recurrir a la ayuda de Irán y Pakistán para que medien con los talibanes —cuyo reposicionamiento como fuerza patriótica nacionalista parece haberse tomado en serio— mientras EE UU se niegue a hacerlo.

El fallo no es sólo de la Administración Obama, por supuesto. Karzai se ha mostrado beligerante, terco y voluble, negándose a veces a aceptar argumentos lógicos. Varios embajadores europeos con los que hablé en Kabul sostienen que ambos lados merecen su parte de la culpa, el líder afgano por provocar una crisis detrás de otra, y EE UU por defraudarle una y otra vez, dejando que la situación se deteriorara tanto como lo ha hecho y no escuchando a Karzai en los casos en que tiene quejas legítimas, como el exceso de bajas civiles, la arbitrariedad de los contratista y el fracaso a la hora de refrenar el apoyo de Pakistán a los talibanes.

Pero la raíz de esta disfunción es más simple que todo eso: es la no relación entre Obama y Karzai. El presidente de E UU para llevarse bien con el líder afgano, y no ha trabajado nunca para crear la relación personal de la que Karzai disfrutaba con su predecesor. Es Obama, no Bush, quien ha dedicado enormes recursos a Afganistán mientras intenta mejorar la deteriorada reputación estadounidense en el mundo musulmán. Pero Karzai todavía considera la era Bush como una época dorada para su presidencia, un tiempo en el que él podía descolgar el teléfono en cualquier momento y hablar con el líder estadounidense.

A pesar de lo que la Administración Obama pueda pensar sobre los graves puntos débiles de este hombre, librarse de Hamid Karzai no es una opción. Afganistán no es Vietnam en torno a 1972; Karzai es un presidente elegido por dos veces, una de cuyas victorias fue respaldada por Washington y la comunidad internacional. La élite urbana y educada de Kabul y muchos de entre los grupos étnicos no pastunes de Afganistán pueden seguir siendo críticos con el Gobierno de Karzai, pero éste es todavía popular en grandes partes del país, disfrutando de unos índices de aprobación de más del 70% a mediados de 2010, según una encuesta de la Asia Foundation. Las críticas de Karzai a las tácticas militares estadounidenses y sus intentos de hablar con los talibanes encuentran eco entre muchos afganos, en parte porque reflejan la realidad que está produciéndose sobre el terreno.

En diciembre, la Cruz Roja advirtió de que la seguridad en el país estaba en su punto más bajo desde el derrocamiento de los talibanes, y un número record de civiles han sido asesinados o desplazados por los combates. Los ataques de insurgentes ascendieron un 66% de 2009 a 2010, según la ONG afgana Safety Office en Kabul, y en todas menos una de las 34 provincias operan ahora gobiernos talibanes en la sombra. El año pasado 711 soldados de la coalición fueron asesinados, el total más alto en los nueve años de guerra, y se produjo un 20% de aumento en las víctimas civiles, principalmente a manos de los talibanes.

Como tan sombrías estadísticas sugieren, muchas de las críticas de la Administración Obama están justificadas. Karzai nunca ha propuesto una visión coherente para su país. Ha permitido que la corrupción fuera desgastando los logros realizados por las agencias de desarrollo, ha ascendido a su propia familia y ha fracasado miserablemente a la hora de construir un gobierno capaz de ofrecer servicios y justicia al pueblo afgano. Ansioso por absolverse a sí mismo de estos errores —de los cuales es perfectamente consciente— cree ahora que si pudiera poner fin a la guerra con un acuerdo de paz con los talibanes, entonces los afganos y la comunidad internacional perdonarían sus pasados pecados.

La absolución puede tardar en llegar. En mis conversaciones con Karzai y sus asesores sobre “reconciliación”, o incluso sobre el simple hecho de hablar con los talibanes, ha sido penosamente obvio que el líder afgano no tiene ni un plan ni una visión claros. ¿Cómo se producirían unas negociaciones reales, en vez de este hablar sobre hablar que se ha producido hasta el momento? ¿Qué estaría sobre la mesa, qué líneas rojas se establecerían en ambos lados, y cómo y dónde se llevarían a cabo las discusiones? En mis entrevistas con antiguos talibanes, parece que ellos tienen una mejor idea de la agenda de la que tiene el Gobierno afgano.

Es demasiado tarde, sin embargo, para que la Administración Obama lleve a Karzai de vuelta al redil con más promesas de tropas y ayuda. Lo que se necesita es una auténtica base común: una estrategia política compartida para poner fin a la guerra. Ambos lados están ya de acuerdo en la necesidad de ganarse a los soldados talibanes de a pie y han presentado un plan común y dinero para llevarlo a cabo. Pero todavía no hay acuerdo sobre si intentar involucrar a los más altos líderes talibanes.

Claro está, las conversaciones pueden no ser una panacea. Los talibanes podrían estar ya demasiado fragmentados y divididos, demasiado condicionados ideológicamente, o demasiado controlados por otras potencias regionales para reunirse en torno a un acuerdo de paz. Pero lo que es importante para Karzai, desesperado por poner final a una guerra que ha proseguido con furia pero de forma intermitente durante los últimos 30 años, es intentarlo.

Hasta el momento, los estadounidenses no están de acuerdo. Pero hablar con los talibanes es ahora quizá la única opción que puede volver a ponerles en la misma senda que Karzai —y ése es el único camino que conduce a la salida de este conflicto. Además, si hay algo que Obama y Karzai todavía comparten es el conocimiento de que las alternativas a ese escenario son demasiado horribles para contemplarlas.

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