Estados Unidos y Colombia deben trabajar juntos para conseguir políticas que lleven la paz a Bogotá y la estabilización regional.
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La paz no es solamente, en estos momentos, una utopía para Colombia, sino una buena política. Los Gobiernos de Barack Obama y Juan Manuel Santos deben hacer una revisión de sus gestiones tras obtener unos resultados polémicos y no concluyentes derivados de una estrategia eminentemente bélica, que dura ya más de una década y que fue apoyada por Estados Unidos a través del Plan Colombia, dirigido a las fuerzas de seguridad colombianas. No obstante, mejorar la efectividad de las políticas actuales implica una inspección minuciosa de las deficiencias de los trabajos realizados en los últimos diez años. Ambos deben tener en cuenta otros procesos de paz en la región y la incorporación de acciones específicas de consolidación de la paz dentro de las políticas de los dos países.
El apoyo de EE UU al Plan Colombia no debe disociarse de la impunidad y la injusticia reinantes en el país. El Ejército colombiano está acusado de perpetrar 3.000 ejecuciones extrajudiciales, hay decenas de miles de desapariciones forzadas y cuentan con más personas desplazadas (5 millones) que cualquier otro Estado en el mundo. El apoyo a los esfuerzos militares, vinculados a las violaciones de los derechos humanos, daña la credibilidad de Washington. En especial, cuando estas brigadas, que reciben asistencia estadounidense, son las que cometen dichos crímenes, según datos de un informe presentado por la ONG Fellowship of Reconciliation.
Emprender una agenda de paz no está justificada solo por razones morales, sino también en términos de beneficios políticos concretos. Afortunadamente, los pasos iniciales del presidente Santos, durante sus primeros siete meses de gestión, indican que la ventana de oportunidades para la paz puede abrirse.
El Gobierno colombiano anterior estigmatizó los esfuerzos de la sociedad civil alegando enlaces con las insurgencias, en una manipulación peligrosa de su discurso. Santos se ha comprometido a revertir esta práctica, y tiene el capital político para iniciar y liderar semejante proceso. Afortunadamente, la sociedad civil colombiana tiene capacidad plena para esta tarea, con diversas organizaciones trabajando ya en la construcción de una base para un proceso eventual, incluyendo una iniciativa liderada por la Iglesia católica.
Muchas de las iniciativas de paz en la región se han construido en torno al grupo de amigos con el liderazgo de España. Esta coalición de Estados ha apoyado medidas de verificación internacional bajo auspicios de Naciones Unidas o la Organización de los Estados Americanos. Esta estrategia funcionó en Guatemala, donde un esfuerzo sostenido y multilateral redujo las violaciones de los derechos humanos y creó acuerdos visionarios. Aunque, lamentablemente, nunca se implementaron para redefinir la realidad social y política del país. En el caso de Colombia, podría ayudar a terminar con otro conflicto derivado de la guerra fría.
Además, una iniciativa multilateral podría reducir el sufrimiento de civiles atrapados en zonas de combate, articulando un conjunto de normas para las partes que podrían ser monitoreadas internacionalmente. Con solo crear un documento base, verificable por la comunidad internacional, obtendría un beneficio potencial para reducir las atrocidades sufridas por las poblaciones civiles atrapadas en las zonas en conflicto.
Hay otros beneficios claros, para la política, que justifican la consideración de una agenda de paz. El liderazgo hacia ésta mostraría el compromiso de ambos Gobiernos hacia el desarrollo social, no solamente con soluciones militares. El desarrollo de una agenda podría ampliar el discurso social y político y la práctica democrática -limitado durante décadas por la ideología de seguridad nacional-, lo cual en su momento fortalecería el contrato social que subyace estructuras democráticas. Un proceso multilateral podría definir un papel más constructivo para los países vecinos, acusados por Colombia de albergar a las FARC, instándolas a participar en las negociaciones y cumplir con sus acuerdos. Liderar un proyecto de pacificación reforzaría la candidatura de Bogotá para conseguir un asiento eventual en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Además, también lograría el reto del presidente Santos de una “prosperidad democrática”, lo cual dependería, en parte, la posibilidad de canalizar los recursos, nacionales e internacionales, de objetivos militares a los de desarrollo social.
Las FARC están debilitadas y posiblemente están buscando una resolución negociada que les deje salir de forma creíble del conflicto tras medio siglo. Pero los recursos disponibles del narcotráfico pueden mantener a los 10.000 combatientes entre sus filas durante años, o peor aún, pueden dividirlos en cientos de grupos criminales. Los que dudan de la posibilidad de una desmovilización negociada deben recordar el récord exitoso de Colombia en desarmar a los insurgentes durante los 80 y 90. Encuestas de opinión pública, recientemente publicadas, indicaron que el 74% de la población cree que el Gobierno debe dialogar con los rebeldes de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
La alternativa es lo opuesto a los beneficios de una agenda de paz: la prolongación de violencia contra civiles; la percepción de que las agendas militares de EE UU y Colombia predominan sobre los derechos humanos y asuntos humanitarios; las amenazas y acusaciones entre Bogotá y sus vecinos que desestabilizan la región; y la continuación de un conflicto costoso, en términos de sufrimiento humano y recursos financieros, considerado de baja intensidad por analistas que no viven en zonas en crisis o que no pertenecen a poblaciones atrapadas entre las partes enfrentadas.
Por primera vez desde hace una década hay elementos y razones para que el presidente colombiano lidere hacia la paz con el apoyo de la Casa Blanca. Es una oportunidad que no hay que dejar pasar.
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