“Las dictaduras giran completamente en torno al dictador”
Raramente, si es que es así alguna vez. En los primeros meses tras el comienzo de las revoluciones árabes, las televisiones del mundo se llenaron de imágenes, que se hicieron instantáneamente icónicas, de un viejo orden que se derrumbaba: la villa en la costa del clan Ben AlÍ en llamas en Túnez, los afectados discursos de Hosni Mubarak previos a su dimisión en Egipto, las inconexas y desafiantes diatribas de Muammar el Gadafi desde una casa bombardeada en Libia. Eran un recordatorio de que uno de los arquetipos políticos más duraderos del siglo XX, el dictador despiadado, había persistido hasta el XXI.
¿Pero cómo de persistentes son? La ONG estadounidense Freedom House enumeró este año a 47 países como “no libres” —y gobernados por toda una variedad de dictadores autoritarios. Sus números desde luego han caído desde el siglo pasado, que nos dejó una buena lista: Stalin, Hitler, Pol Pot, Pinochet, Jomeini, y un sinfín más que son ahora sinónimo de gobierno sanguinario y represivo. Pero invocar a estos tiranos, aunque resulta una forma útil de abreviar en la política internacional, desgraciadamente refuerza un mito preocupante: que las dictaduras en realidad sólo tienen que ver con los tiranos.
La imagen de un único líder omnipotente cómodamente instalado en un Kremlin envuelto por el misterio o un palacio presidencial estridentemente decorado arraigó durante la Guerra Fría. Pero las dictaduras no funcionan por sí solas. Desempeñar las tareas básicas que se esperan incluso de un gobierno despótico —establecer el orden, recaudar los impuestos, controlar las fronteras y supervisar la economía— requiere la cooperación de un amplio espectro de otros actores: empresarios, burócratas, líderes de sindicatos y partidos políticos y, por supuesto, especialistas en coerción como el ejército y las fuerzas de seguridad. Y mantenerlos a todos felices y trabajando juntos no es más fácil para un dictador de lo que lo es para un demócrata.
Las diferentes dictaduras tienen herramientas diferentes para hacer que las cosas marchen. Los regímenes comunistas del siglo XX confiaban en la pertenencia masiva a los partidos políticos para mantener la disciplina, al igual que hicieron algunas autocracias no comunistas. El sistema autoritario que rigió México durante 70 años —lo que el novelista peruano Mario Vargas Llosa llamó una vez “la dictadura perfecta”— fue orquestado por el nacionalista Partido Revolucionario Institucional, una gigantesca organización cuya influencia se extendía desde el complejo presidencial de Los Pinos a los puestos locales de Gobierno en cada minúsculo pueblecito. El recientemente dimitido Hosni Mubarak de Egipto estuvo apuntalado de forma similar durante tres décadas por su Partido Democrático Nacional.
Luego está la opción de la junta: una dictadura dirigida por el ejército. Estas tienen ventajas —disciplina y orden, y la capacidad para reprimir a la oposición, entre ellas—pero también inconvenientes, siendo el más notable el poseer una pequeña base de apoyo natural que no se extiende mucho más allá de las clases con uniforme. Los generales que gobernaron Brasil desde 1964 a 1985 resolvieron este problema ofreciendo acceso controlado a un Parlamento en el que las élites económicas y otros poderosos grupos de interés podían expresar sus demandas y participar en la gobernanza. Sin embargo, esto demostró ser un difícil ejercicio de equilibrio para un Ejército al que le resultó difícil manejar las elecciones y la presión de una opinión pública cada vez más insatisfecha con su gestión de la economía y los derechos humanos, y los generales finalmente se dirigieron de vuelta a sus barracones.
En su versión más extrema, algunos gobiernos autoritarios sí se acercan a los regímenes centrados en un dictador presentes en la imaginación popular. Mobutu Sese Seko, que gobernó Zaire (ahora la República Democrática del Congo) durante más de 30 años, y la dinastía Duvalier en Haití son ejemplos clásicos. Aquí el orden se mantenía en gran medida recurriendo al clientelismo mediante redes personales o de otro tipo: clanes, grupos étnicos, etcétera. Pero paradójicamente, estas son las dictaduras más inestables. Mantener a un gobierno que funcione de manera fluida es difícil en ausencia de una amplia base organizacional o institucional, y todo el sistema asciende y cae siguiendo el destino de un solo hombre.
“El poder de las masas puede derrocar a los autócratas”
No por sí solo. En 1989, el poder del pueblo barrió Europa del Este. Las huelgas masivas en Polonia llevaron a los dirigentes comunistas del país a la mesa de negociación para pactar su salida del poder. Después de que cientos de miles de personas se concentraran en la Plaza Wenceslas de Praga, uno de los regímenes comunistas más brutales de Europa del Este se derrumbó y entregó el poder en Checoslovaquia a un variopinto grupo de dramaturgos, curas, académicos y amigos de Frank Zappa. En Alemania Oriental, enormes multitudes simplemente se marcharon del bastión más occidental del comunismo para buscar asilo, y después la reunificación, en el Oeste. Y el poder del pueblo, como descubrió con gran consternación Ferdinand Marcos en Filipinas en 1986, no se limitaba al comunismo o a Europa del Este.
Pero hubo mucho más en el colapso del comunismo en Europa Oriental y los regímenes autocráticos de otros lugares que la impresionante autoridad moral de las multitudes. Como los chinos mostraron en la Plaza de Tiananmen en 1989, capitular ante los activistas a favor de la democracia en las calles no es ni mucho menos la única opción. Ha habido muchos otros sitios en los que el poder de la gente ha fracasado estrepitosamente al enfrentarse a una respuesta militar bien organizada. En Hungría, el levantamiento popular de 1956 fue brutalmente aplastado por los tanques del Ejército Rojo. La Revolución del Azafrán de Birmania en 2007 produjo poco más que condenas a cadena perpetua para los monjes budistas disidentes del país; la Revolución Verde de Irán en 2009 cayó ante las porras de los basij dos años más tarde.
¿Qué distingue a los éxitos del poder popular de sus fracasos? El tamaño, por supuesto, importa, pero los autócratas tienden a caer ante las multitudes sólo cuando primero han perdido el apoyo de aliados clave, en el país o en el extranjero. La decisión del Ejército egipcio de abandonar a Mubarak y proteger a los que protestaban concentrados en la Plaza Tahrir de El Cairo, por ejemplo, fue crucial para la caída del presidente el pasado febrero.
¿Cómo pueden los manifestantes persuadir a los incondicionales del régimen para que abandonen el barco? En Europa del Este, el radical cambio geopolítico organizado por el líder soviético Mijaíl Gorbachov y sus aliados obviamente ayudó —pero no se puede realmente volver a derribar el Telón de Acero de nuevo. Los regímenes con ejércitos profesionales separados de las autoridades civiles podrían ser más vulnerables a las deserciones; es menos probable que los regímenes basados en partidos políticos muy ideologizados vean a sus miembros romper filas. La amenaza creíble de acabar en el tribunal de crímenes de guerra de La Haya o de que congelen tus cuentas en un banco suizo puede también hacer maravillas. Pero desgraciadamente para los opositores, la predicción de las reacciones autoritarias a los levantamientos está lejos de ser una ciencia exacta —lo que no es mucho consuelo cuando te está abriendo la cabeza un antidisturbios.
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“Cuanto más brutal es el dictador, más difícil es derrocarle”
Desgraciadamente, es verdad. Reflexionando sobre la Revolución Francesa, Alexis de Tocqueville observó que “el momento más peligroso para un mal gobierno es cuando empieza a hacer reformas”. Lo que era correcto en el siglo XVIII es, lamentablemente, todavía cierto en el XXI. Probablemente, no es una coincidencia que la lista de gobiernos autoritarios eliminados por las protestas en las calles en los últimos años está en gran medida ocupada por dirigentes cuyos regímenes permitían al menos un mínimo de oposición política. Tiranos como Slobodan Milosevic, de Serbia, Eduard Shevardnadze, de Georgia, Kurmanbek Bakiyev, de Kirguizistán y Hosni Mubarak, de Egipto, pueden haber sido horribles en muchos aspectos, pero sus regímenes eran indudablemente más permisivos que los de muchos que siguen aferrados al poder hasta el día de hoy.
Si esto es verdad, ¿por qué hay dictadores que permiten siquiera que exista la oposición? ¿Y por qué simplemente no se aplica una reacción “estilo Tiananmen” ante el primer signo de protesta? Porque gobernar una dictadura verdaderamente atroz es mucho más duro de lo que solía ser.
Las interconexiones de la civilización del siglo XXI hacen difícil controlar la información y mucho más difícil y costoso aislar a un país del mundo exterior de lo que lo era en el siglo XX. La muerte del comunismo, mientras tanto, ha privado a los déspotas tanto de la derecha como de la izquierda de una tapadera para sus prácticas antidemocráticas. En la década pasada, los dirigentes de países como Uzbekistán y Yemen han utilizado el nuevo temor de Occidente al islam militante —y las necesidades logísticas del Estados Unidos posterior a las guerras del 11-S— con fines similares, pero son muchos menos que los tiranos ideológicos que se repartían continentes enteros bajo los pretextos de la Guerra Fría hace una generación.
El resultado es que en más y más lugares, los dirigentes se ven obligados a justificar sus prácticas añadiendo un toque de “democracia”. Vladímir Putin decidió retirarse del poder —aunque no demasiado lejos— en 2008 en lugar de romper la prohibición constitucional de Rusia de un tercer mandato presidencial consecutivo, e incluso el Partido Comunista Chino permite algunas elecciones competitivas a nivel de ciudades y los pueblos. Existen excepciones a esta tendencia, por supuesto: Turkmenistán, Corea del Norte y Birmania son algunos de los nombres que acuden a la mente. Pero estos regímenes cada vez se perciben más como reliquias del fallecido, y no llorado siglo XX, que como precursores de lo que está por llegar.
“Los cultos a la personalidad son una locura”
Más astutos que locos. ¿Creen realmente los coreanos del norte que Kim Jong Il puede cambiar el clima basándose en su estado de ánimo? ¿Piensan los libios que el Libro Verde de Gadafi es una brillante obra de filosofía política? ¿De verdad piensan los Turkmenos que el Ruhnama, el texto religioso obra de su fallecido dictador postsoviético —y supuesto líder espiritual— Saparmurat Niyazov, es una escritura sagrada en pie de igualdad con el Corán y la Biblia?
Probablemente no, pero para los propósitos del dictador, no tienen que hacerlo. Como el politólogo Xavier Márquez ha señalado, los cultos a la personalidad son tan estratégicos como narcisistas. Parte del problema al que se enfrentan los aspirantes a oponentes de los dictadores es descifrar quién más se opone al líder; obligar al pueblo a abrazar públicamente mitos absurdos lo hace aún más difícil. La construcción oficial de mitos es además un medio de hacer respetar la disciplina dentro del régimen. Stalin —el progenitor del moderno culto a la personalidad del dictador— entendió bien que la mitologización de sí mismo sería demasiado difícil de digerir para algunos de sus antiguos camaradas; Lenin, después de todo, había advertido específicamente contra ello. Pero aquellos que podrían haber puesto objeciones fueron rápidamente despachados. Para los apparatchiks que quedaron, someterse al culto era humillante —y la humillación es un arma poderosa para controlar a potenciales rivales.
Pero el culto a la personalidad, como la mayoría de las tecnologías autoritarias, tiene sus desventajas. Cuanto mayor sea el culto, mayor es el desafío de la sucesión. Los herederos al trono realmente solo tienen dos opciones: desmantelar el culto o instaurar uno mejor. Lo primero es arriesgado; en la Unión Soviética, el famoso discurso secreto de 1956 de Nikita Khrushchev —la crítica póstuma de Stalin que nos dio el término “culto a la personalidad”—era, después de todo, secreto, juzgado demasiado explosivo para el público soviético. Hoy en día la familia Kim que gobierna Corea del Norte ilustra los riesgos de la alternativa: ahora que los periódicos oficiales ya han informado de que el actual Querido Líder, Kim Jong Il, ha dominado la teletransportación, ¿qué es lo que se supone que podría hacer su hijo y recientemente designado heredero, Kim Jong Un, a continuación?
"Algunas veces hace falta un dictador para hacer el trabajo”
En realidad no es así. Los últimos dos años no han hecho mucho por publicitar las capacidades del modelo de gobierno democrático occidental para tomar medidas ambiciosas y dolorosas pero necesarias. Frustrados por todo tipo de cosas, desde su fracaso para cuadrar presupuestos hasta una aparente incapacidad para afrontar los desafíos del cambio climático, más de unos cuantos occidentales han vuelto su mirada melancólica hacia la severa forma de gobierno del Partido Comunista en China. “La autocracia de partido único desde luego tiene sus inconvenientes”, escribió Thomas Friedman del New York Times en una columna en 2009. “Pero cuando está dirigido por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como lo está hoy China, puede también tener grandes ventajas”. Este marzo, Martin Wolf escribió en el Financial Times que “China ha logrado la grandeza”.
Esta romantización del autoritarismo no es nueva; el cruento régimen de Augusto Pinochet en el Chile de los 70 fue una vez aplaudido por muchos en Washington como un desagradable pero necesario instrumento de reforma económica. La añoranza de una mano firme, sin embargo, tiene raíces en varias falacias. En primer lugar, combina los fallos de una forma de democracia —en el caso de Friedman, la paralizada versión estadounidense— con toda una categoría de gobierno. En segundo lugar, asume que los dictadores son más capaces que los demócratas de emprender reformas impopulares pero esenciales. Pero las decisiones impopulares no se vuelven populares porque las tome un autócrata —recordemos sin ir más lejos al fallecido responsable de las finanzas de Corea del Norte Pak Nam Gi, que acabó frente a un pelotón de fusilamiento tras la violenta reacción de la opinión pública contra la reforma monetaria confiscatoria que el régimen de Kim promovió en 2009. De hecho, las figuras autoritarias, careciendo de la legitimidad de la elección popular, pueden tener incluso más miedo de echarlo todo por tierra que los demócratas. En la Rusia de Putin, por ejemplo, los líderes son incapaces de ajustar los enormes gastos militares que mantienen calmados a grupos de apoyo clave, pero incluso sus propios ministros reconocen que resultan insostenibles.
Además, sugerir que los dictadores pueden imponer mejores políticas a su pueblo asume que es probable que el tirano sepa cuáles son esas políticas. La idea de que hay soluciones tecnocráticas para la mayoría de los problemas económicos, sociales y medioambientales podría resultar reconfortante, pero es normalmente errónea. Estas preguntas raramente tienen respuestas estrictamente técnicas y apolíticas, y sólo en democracia pueden hacerse públicas y ser contestadas de un modo que, si no completamente justo, es al menos ampliamente aceptable.
“Las revoluciones digitales son malas noticias para los autócratas”
No necesariamente. Las nuevas tecnologías —desde el fax a Internet o Facebook—han sido invariablemente anunciadas como fuerzas para derribar regímenes dictatoriales. Y, por supuesto, si los móviles y Twitter no aportaran nada positivo los activistas a favor de la democracia no los usarían. Pero la verdadera prueba de fuego de la tecnología es su capacidad para desplazar el equilibrio de poder entre los dictadores y quienes tratan de derribarles —para hacer las revoluciones más frecuentes, más rápidas o más exitosas. Y aunque es demasiado pronto para saberlo con seguridad, el arco de las revoluciones de 2011 no parece hasta ahora tan diferente de los levantamientos escasamente tecnológicos de 1989, o, ya puestos, de 1848.
Lo que marca la diferencia es lo rápido que los gobiernos autoritarios puedan resolver cómo contrarrestar una nueva innovación, o usarla ellos mismos. Algunas veces esto sucede muy pronto: las barricadas inventadas en París que hicieron posible las revoluciones de 1848 fueron brevemente útiles, pero los ejércitos pronto entendieron cómo usar cañones contra ellas. De igual modo, los gobiernos autoritarios ya están aprendiendo cómo usar los móviles y Facebook para identificar y seguir el rastro a sus oponentes. En Irán, por ejemplo, los mensajes de Facebook, los tweets y los e-mails fueron utilizados como pruebas contra los manifestantes tras la fallida Revolución Verde.
Casualmente, algunas de las innovaciones que más han perdurado han sido las menos tecnológicas. Las protestas masivas, las peticiones y las huelgas generales, que ahora son tácticas omnipresentes, fueron en sus inicios ideas tan innovadoras como Twitter, y han seguido desempeñando un papel crucial en la difusión de la democracia y los derechos civiles por todo el mundo. Es un práctico recordatorio de que no todas las nuevas herramientas que acaban resultando importantes vienen en una caja o a través de una conexión Wi-Fi.
"Las dictaduras tienen los días contados”
No durante el tiempo que nos queda por vivir. Las recientes agitaciones en Oriente Medio, aunque inspiradoras, se han producido ante un telón de fondo nada prometedor. Freedom House informó de que en 2010, por quinto año consecutivo, los países que han mejorado en materia de derechos políticos y humanos fueron superados por aquellos en los que estos están empeorando —la racha más larga desde que la organización comenzó a recopilar datos en 1972. Dos décadas después del colapso de la Unión Soviética, puede que la democracia sea sólida en los antiguos países comunistas de Europa Central, América Latina e incluso los Balcanes, pero la mayoría de los ex Estados soviéticos siguen siendo bastante autoritarios. Y aunque unos pocos países árabes se hayan liberado recientemente de sus tiranos, todavía están en buena medida en transición. Ser pobre o corrupto, como lo son Egipto y Túnez, no elimina el ser democrático —pensemos en India— pero hace más difícil construir un sistema democrático estable.
No obstante, las revoluciones árabes han ofrecido una chispa de esperanza que ha preocupado a líderes autoritarios en lugares tan lejanos como Moscú y Pekín. La cuestión es qué deberían hacer las democracias liberales del mundo, o no hacer, para seguir impulsando las cosas. Observemos la larga historia de los éxitos y los fracasos en la promoción de la democracia de Estados Unidos, y la inevitable lección, incluso dejando a un lado las recientes aventuras en Irak y Afganistán, es que menos normalmente es más. Proporcionar ayuda —como hizo EE UU con la oposición en lugares como Serbia, Ucrania y Georgia— o simplemente dar buen ejemplo son mejores medios de derribar a un dictador que llevar a cabo el derribo de verdad.
Pero en cualquiera de los casos, es importante recordar que tener poderosos amigos occidentales no lo es todo. Después de todo, la lección de Túnez y Egipto es que los tiranos caen a pesar de, no a causa de, la ayuda estadounidense.
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