¿Es o no conveniente intervenir militarmente en un país?
GIUSEPPE CACACE/AFP/GettyImages |
Mientras una nueva coalición internacional bombardea Libia con el beneplácito de la ONU debería abrirse el debate sobre la idoneidad de las intervenciones humanitarias de carácter militar. Ya no tanto sobre si ésta es legítima o no, puesto que el discurso lleva abierto siglos (tantos como existe el concepto de soberanía nacional), sino sobre la utilidad de estas acciones. ¿Sirve de algo participar militarmente en un tercer país? En operaciones militares motivadas por supuestas causas humanitarias cabe preguntarse si a largo plazo el remedio no es peor que la enfermedad. Más allá de la cuestión moral de si se debe hacer algo, está la pregunta práctica de si sirve de algo. Buenos ejemplos de actuaciones con estas características que han dejado dudosos resultados pueden verse en Afganistán o Irak.
En el primero, se ha avanzado más bien poco en temas de derechos humanos, mientras que en el segundo la situación de la población es mucho peor ahora que hace diez años, y muchísimo más deficiente que antes de la primera guerra del golfo, de acuerdo con los indicadores de esperanza de vida, escolarización y renta per cápita, que han caído en picado.
Las intervenciones militares como la actual en Libia, no solucionan el problema que dicen prestarse a resolver. Sólo sirven para cambiar de bando a las víctimas. Al Jazeera calcula que el número de muertos a estas alturas del conflicto alcanza los diez mil. Cuando el Consejo de Seguridad de la ONU se prestó a autorizar los ataques aéreos, la crisis estaba a punto de terminar y la rebelión de ser sofocada. La intervención extranjera ha acabado enquistando una situación en el que cada día mueren más personas.
Es evidente que lo único que se consigue es cambiar los muertos de un lado por los de otro, mientras que el volumen de fallecidos será al final el mismo o mayor. La única diferencia estriba en el sentido en el que se distribuyen las víctimas. Cuando intervenimos militarmente nos concedemos el derecho de decidir el ganador y el bando de los difuntos. Sin embargo, es injusto -y quizás poco ético- afirmar que unos sean mejores que otros.
La manipulación interesada del lenguaje en los medios de comunicación intenta que no realicemos recuento de bajas. El actual escenario del conflicto libio supone un ejemplo. Los alzados en armas son rebeldes, mientras que los leales son llamados las tropas de Gadafi, o por arte de la metonimia, Gadafi en sí mismo. Éste, a su vez, es el tirano o el déspota. Y la misión es proteger a los civiles, que en el caso de Libia son esos señores que manejan fusiles y pilotan aviones de combate. Escrutando el lenguaje utilizado en los medios discernimos fácilmente cuál es el caballo favorito de aquéllos y sus patrocinadores.
Debemos cuestionar no ya la intervención militar en Libia, sino cualquier acción con estas características en cualquier país. Europa y EE UU se adjudican con frecuencia la autoridad moral para decidir qué bando es el bueno y cuál el malo. Esto se debe, en parte, a que presumen que los valores de democracia, justicia e igualdad -entre otros- han nacido de procesos históricos sucedidos en sus latitudes. Sirvan como ejemplo de estos hechos la Revolución Francesa y las dos guerras mundiales ocurridas en suelo europeo; así como la guerra de independencia y de secesión en territorio estadounidense. De las postrimerías de estos conflictos surgieron códigos morales tan admirables como la Declaración de los Derechos Humanos y sistemas políticos tan exitosos como la actual democracia representativa. La democracia y el respeto a los derechos humanos o la igualdad de género no son resultado de un día, sino de largos procesos históricos. La mayoría de las veces dolorosos. No son palabras vacías, su práctica requiere una legitimación social y una internalización conscientes, que no se consiguen sólo a través de nuevas leyes. Además, el desarrollo económico y social que han alcanzado tanto Europa como Estados Unidos es herencia directa de esos valores históricamente adquiridos.
Pretender que las nuevas élites que gobernarán un país intervenido y que están amparadas por nuestro poder militar y diplomático seguirán una agenda democrática y acorde con nuestros valores, es pecar de iluso. Lo que llamamos Occidente ha aceptado tales principios después de largos y dolorosos procesos internos y sin la intervención de terceros países en su desarrollo histórico. Vistos los resultados, hemos de creer que la fórmula ha sido la correcta.
Las intervenciones militares como la actual en Libia, solo sirve para cambiar de bando a las víctimas | ||||||
Nuestras bombas no los harán cambiar de opinión, en todo caso lo contrario ya que estaremos legitimando un cierto status quo al aupar y legalizar una nueva élite crecida en el mismo espacio sociocultural. Si queremos que el cambio social sea real y duradero debe venir desde dentro, aunque tarde más en llegar. Con este fin es más útil el llamado poder blando que el militar.
¿Debemos entonces quedarnos de brazos cruzados? Es evidente que en el concierto internacional no todos los muertos valen igual. El lenguaje de los medios de comunicación, los intereses económicos y nuestros valores, todo se confabula para convertir en neblina lo que es prístino. Hay un número menor de intervenciones que sí son necesarias y que se adaptan a la definición de humanitarias. En Ruanda y Darfur asistimos a ejemplos donde claramente una fuerza ha de operar. El concepto de intervención militar por motivos humanitarios se ha ido abriendo más y más en las últimas décadas, pero tendría que haber una resolución permanente y clara sobre cuándo se debe y cuándo no se puede actuar.
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