Facebook derrotó a Mubarak
No. Hay un chiste que ha estado circulando en Egipto en las últimas semanas y que dice algo así: Hosni Mubarak se encuentra con Anwar el Sadat y Gamal Abdel Nasser, también presidentes egipcios, en el más allá. Mubarak le pregunta a Nasser cómo ha acabado allí. “Veneno”, dice Nasser. Mubarak se dirige entonces a Sadat. “¿Cómo acabaste tú aquí”, pregunta. “La bala de un asesino”, dice Sadat. “¿Y tú?”. A lo que Mubarak contesta: “Facebook”.
No hay duda de que la comunicación a través de las redes sociales ha sido un factor crítico en el derrocamiento de Mubarak. Grupos como el Movimiento Juvenil 6 de Abril y la página de Facebook We Are All Khaled Said [Todos somos Khaled Said], que fueron los primeros en convocar las protestas del 25 de enero que provocaron el levantamiento, tuvieron un importante y arriesgado papel en la ruptura de la barrera del miedo que había hecho quedarse a los egipcios en sus casas.
Pero la explosión popular que condujo al derrocamiento de Mubarak no fue una simple cuestión de hacer llamamientos a protestar desde Facebook; fue el producto de años de rabia y frustración reprimida ante la corrupción y el abuso de poder que se habían convertido en los sellos distintivos del régimen egipcio. Los organizadores midieron cuidadosamente sus mensajes para conseguir atraer a las masas y eligieron una fecha —una festividad nacional destinada a celebrar el papel de la policía, odiada de manera generalizada— que tendría un amplio eco. Al margen de Internet, intentaron introducirse en redes existentes a nivel local y crear las suyas, como el millón de personas que firmó una petición exigiendo cambios políticos fundamentales. Una vez que las fuerzas de seguridad abandonaron la escena, los manifestantes tuvieron cuidado de mostrar su respeto por el Ejército, formando cadenas humanas en torno a los vehículos militares para evitar cualquier incidente que pudiera estropear el estribillo de que “el Ejército y el pueblo son una misma mano”. Y, como un líder clave de las protestas, Wael Ghonim, declaró a 60 Minutes el domingo 13 de febrero, se vieron enormemente beneficiados por la propia “estupidez” del régimen. El corte de Internet motivado por el pánico, su recurso a tácticas de eficacia comprobada, como la contratación de matones para que llevaran a cabo el trabajo sucio, y el no haber sido capaces de ofrecer ningún camino alternativo coherente para el cambio.
Obama merece reconocimiento por la revolución
Sí, pero sólo un poquito. Es cierto que en los primeros días de la revolución, el equipo de Barack Obama se mostró lento a la hora de posicionarse en su totalidad del lado de quienes protestaban, empezando por las declaraciones de la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, de que Egipto era “estable” y siguiendo con la negativa del vicepresidente, Joseph Biden, a llamar “dictador” a Mubarak y con las afirmaciones de Frank Wisner, el enviado de la Casa Blanca —más tarde desautorizado—, quien dijo que era “crucial” que el líder egipcio se mantuviera en el poder.
Cuando la gente de Obama no andaba confundiendo sus argumentos, se dedicaba a ofrecer malos consejos, como en el caso del Departamento de Estado, que debilitó la posición de los manifestantes al animarles a entablar un “diálogo” con el recién nombrado vicepresidente, Omar Suleimán. Pero éste, un hombre de Mubarak encargado del trabajo sucio del presidente, a quien Clinton acogió como inverosímil agente de la transformación democrática, por supuesto no tenía ninguna intención de llevar a cabo unas negociaciones o un diálogo genuinos. En su lugar, organizó un debate unidireccional con la oposición leal —una colección de infortunados partidos con escaso o ningún apoyo en la calle— mientras se negaba a tratar con los representantes de los movimientos juveniles de la plaza Tahrir. Luego emitió una declaración muy poco sincera ofreciendo solo reformas simbólicas y culpando a los “elementos extranjeros” por la sublevación. Después, manifestó que los egipcios carecían de una “cultura democrática”.
Por otro lado, los funcionarios estadounidenses de manera sistemática, y con creciente impaciencia, condenaban el uso de la fuerza contra los manifestantes y animaban al Ejército egipcio a hacer todo lo que estuviera en su poder para evitar el derramamiento de sangre. En un momento dado, la Casa Blanca incluso dio a entender que Estados Unidos estaba revisando su paquete de ayudas militares por valor de 1.300 millones de dólares (unos 960 millones de euros). El presidente Barack Obama, mientras tanto, resistía fuertes presiones por parte de aliados como Israel y Arabia Saudí, que le animaban a respaldar a Mubarak hasta el final, mientras rechazaba los consejos de expertos que exigían que hiciera un llamamiento público y claro al dictador para que abandonara el poder —un paso que habría seguido el juego a la estrategia del régimen de dibujar a los manifestantes como agentes extranjeros—. En su conjunto, lo mejor que podemos decir del equipo de Obama es que no la fastidió demasiado. Hasta que se hizo obvio para todos que el autócrata iba a caer, Washington pareció estar nadando todavía entre dos aguas, intentando buscar un equilibrio entre sus lazos estratégicos con el Gobierno y su genuino deseo de ver colmadas las aspiraciones del pueblo egipcio. Al final, esas posiciones demostraron ser imposibles de conciliar.
Los Hermanos Musulmanes gobernarán Egipto
No. Aunque el movimiento islamista es sin ninguna duda el partido de oposición política más organizado de Egipto por el momento, éste ha manifestado explícita y en repetidas ocasiones que no busca la presidencia. Por ahora, los Hermanos Musulmanes han ofrecido todo su apoyo al responsable retirado de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, Mohamed el Baradei, un liberal secular que jugó un papel fundamental como catalizador de las protestas. No está claro si el propio el Baradei busca ser el próximo mandatario, aunque ha dicho que se presentaría como candidato si se lo piden.
Y en cuanto a los miembros del partido en sí mismos, no representan más de un 20% de la población egipcia. Y ahora que la masa pública ha sido movilizada y revitalizada por llamamientos a favor de la libertad y la buena gobernanza —no del islam— el movimiento se arriesga a ser empujado a los márgenes de la vida política. Los egipcios son un pueblo religioso, pero la mayoría muestra pocos deseos de ser dirigidos por decretos coránicos.
No cabe duda de que los Hermanos Musulmanes pueden hacer salir a la calle a mucha gente, en especial en bastiones como Alejandría o en las ciudades del Delta del Nilo. Pero hay que destacar que el grupo no respaldó de manera oficial la ronda inicial de protestas. (Un líder de la Hermandad, Essam el Erian, incluso dijo que “en ese día todos deberíamos estar celebrando juntos” en lugar de protestando contra la policía). Es cierto que su facción más joven sí jugó un papel importante en la defensa de las barricadas en la plaza Tahrir, mientras que sus redes en el exterior fueron cruciales aportando suministros para sostener las marchas. Pero no está claro lo leales que pueden ser a una cúpula dirigente más mayor que no fue capaz de enfrentarse directamente a Mubarak durante décadas. Una amplia coalición secular de juventudes que sepa venderse como la verdadera guardiana de la revolución, tendría un enorme atractivo en las urnas, incluso para los seguidores jóvenes de la Hermandad, según me confirmaron muchos egipcios.
La revolución ha terminado
Quizá. La mayor parte de los revolucionarios que ocuparon la plaza Tahrir durante las últimas tres semanas se han marchado a sus casas, y líderes políticos clave —como el liberal Ayman Nour— dicen que sus principales demandas han sido satisfechas. Mubarak, su Parlamento amañado y su Constitución anti democrática ya no están, y Egipto parece estar floreciendo bajo el gobierno militar de transición, mientras los medios de comunicación estatales dan la bienvenida a la revolución y los egipcios de a pie comienzan a debatir sobre política por primera vez. El Ejército ha prometido traspasar el poder a un gobierno civil y elegido en las urnas en un plazo de seis meses.
No obstante, la caída del autócrata representa sólo el hundimiento parcial de su régimen. Muchas figuras destacadas han abandonado el odiado Partido Democrático Nacional, que vio incendiada su sede el 28 de enero, pero su inmensa maquinaria electoral todavía existe. Cientos de mini Mubaraks —duros mandatarios provinciales y corruptos funcionarios locales— controlan las provincias. El ministro del Interior, aunque muy disminuido, sigue en funcionamiento, al igual que el temido aparato estatal de seguridad del que era presidente. Su último Gobierno, liderado por un ex general de las Fuerzas Aéreas con estrechos vínculos con él, no ha sido reemplazado, y no está claro el papel que asumirá Omar Suleimán de ahora en adelante.
Hasta el momento no existen garantías de que el mubarakismo sin Mubarak no vaya a regresar —todo lo que tenemos es la palabra de una junta que no ha sido elegida por votación y que está liderada por generales colocados en su puesto por el propio ex dirigente—. El Ejército egipcio ha pasado a ocuparse de las huelgas ilegales, que se han extendido por todo el país durante los últimos días, en los que miles de trabajadores públicos —incluyendo, aunque parezca increíble, a oficiales de policía que pretenden conseguir sueldos más altos— han aprovechado el momento para hacer valer sus propias exigencias. Si la huelga va a más, habrá que tener cuidado: Egipto podría dirigirse a un prolongado periodo de inestabilidad en vez de a uno de consolidación democrática. Lo que está pasando en Túnez, donde las sucesivas oleadas de protestas han conducido a una espiral de recriminaciones y dimisiones de alto nivel, podría muy bien suceder a continuación en El Cairo.
Otro peligro es que si no se mejoran con rapidez las vidas de los más pobres del país, un 40% aproximado de los cuales vive, según algunas informaciones, con menos de 2 dólares al día, podría producirse una reacción violenta. La revolución puede haber triunfado, pero ha herido en profundidad la economía egipcia, que depende fuertemente del turismo y es vulnerable a las fluctuaciones en el precio de los productos básicos, como el trigo.
Y no olvidemos que los organizadores de las protestas han convocado concentraciones semanales todos los viernes hasta que todas sus demandas —incluyendo la liberación de todos los detenidos políticos y la instalación de un gobierno provisional de unidad nacional— sean satisfechas. Como me dijo uno de ellos: “Sabemos cómo encontrar la plaza Tahrir”.
El país X es el siguiente
Es demasiado pronto para decirlo. A medida que se producen manifestaciones en Argelia, Bahrein, Jordania, Libia y Yemen, es fácil imaginar que las protestas populares puedan barrer toda la región expulsando a los autócratas desde Rabat a Riad. Con claridad, lo que ha pasado en Egipto, el corazón palpitante del mundo árabe, no se quedará allí.
No obstante, los revolucionarios de El Cairo tenían unas pocas ventajas especiales. Junto a su enorme aparato mediático estatal, entre los mayores del mundo, el país podía presumir de contar con periódicos independientes y una sólida, aunque asediada, sociedad civil que había aprendido mucho en sus años de trabajo contra el régimen (varios de los organizadores clave de las protestas, como Ahmed Maher y Zyad el Elaimy, eran veteranos de Kefaya, uno de los primeros movimientos anti gubernamentales). Los reporteros y expertos egipcios eran a menudo hostigados, pero podían escribir lo que quisieran siempre y cuando no cruzaran ciertas líneas rojas, como tratar la salud del presidente o ahondar demasiado en acuerdos empresariales corruptos. Internet era controlada, pero no directamente censurada. Cientos de periodistas extranjeros tenían experiencia y contactos en Egipto y podían difundir información sobre lo que estaba pasando. Y dados los estrechos lazos entre el Pentágono y el Ejército egipcio, Estados Unidos contaba con una influencia que podía haber ayudado a evitar una represión mucho peor. Otros movimientos de protesta no tendrán tanta suerte. Los líderes de oposición en otros países árabes tendrán que encontrar sus propios caminos a la victoria basados en su situación local; fijar solo una fecha y hacer un llamamiento a la gente para que se eche a las calles no funcionará. Y ahora se enfrentan a gobernantes aterrorizados que ven con claridad que necesitan adaptarse, aunque ninguno de ellos renunciará a un ápice de poder real. Algunos, como los monarcas de Bahrein y Kuwait, intentarán desactivar cualquier efecto Túnez repartiendo montones de dinero, mientras otros, como el rey Abdalá II de Jordania, están despidiendo a sus gobiernos y prometiendo reformas políticas una vez más. Los peores del lote, como Muamar el Gadafi, de Libia, y Bashar Assad, de Siria, optarán por una mayor represión.
El cambio está llegando al final al mundo árabe. La única pregunta es cuán rápido y doloroso va a ser.
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